Todos deseamos dos cosas en la vida: estatus social y
fortuna. Ambos anhelos están relacionados. Para comprender por qué deseamos lo que deseamos debemos saber
el papel que los otros desempeñan en nuestra vida. ¿Qué es lo que
queremos de ellos?
Aristóteles, para ir bien lejos en
procura de autoridad, decía que el
hombre es un animal político. Quería indicar con ello que el hombre está
determinado a vivir en comunidad. A vivir con los demás. Estamos rodeamos de familiares, de amigos….
¿Por qué necesitamos de otras
personas? En cierta forma ellas son una
fuente de placer para conversar, jugar o
tener encuentros sexuales. También las precisamos por los bienes y servicios
que ofrecen. Requerimos al tendero, al médico, a quien nos asista en los
servicios domésticos. Para proveernos de todo esto establecemos relaciones en un contexto laboral.
Inquirimos a los semejantes por la utilidad del intercambio social. Sin
ellos nos sentimos inseguros. Podemos llegar a pensar que
nuestras elecciones para vivir sean equivocadas. Por ello vamos al prójimo al
encuentro de seguridad. Relatamos a los
amigos nuestros planes,
actividades, etc. con la esperanza de recibir su aprobación o, al menos,
conocer sus razones.
En el intercambio obtenemos y
damos información a los amigos y cercanos, pero igual prestamos atención a los enemigos, a los desconocidos. Podemos valorar
más la opinión de estos que la de los amigos o familiares porque estos tienen un
incentivo para mentirnos.
Aun si no necesitamos a nadie
para nada de lo anterior, serían indispensables para que reconozcan nuestra existencia, nos
tengan en cuenta y reacciones ante nosotros. Para que nos amen y, si no nos aman, para que nos
admiren y, si no nos admiran, para que nos respeten.
Tal vez por una adaptación
evolutiva queremos ser reconocidos. Imaginamos que nuestra vida no es
insignificante y que seremos recordados e incluso famosos. También los
filósofos más iluminados de la especie ansían la fama. Escriben libros contra
la banalidad del éxito y los firman con todas sus letras. De lo último que se
libra el sabio es del deseo de fama, sentenció Tácito.
Si eventualmente alcanzamos la
fama, seremos igualmente infelices. Por si sola, conjeturó Kant, la felicidad
está lejos de ser el bien completo de nuestra razón. Esta no la acepta si no va
unida a la dignidad de ser feliz, esto es, el buen comportamiento ético. Con
frecuencia, nos apartamos de este
mandato de la razón, por lo cual nos hacemos indignos de la felicidad.
La fama, que perseguimos sin tregua,
reside en la cabeza de los otros y la
cabeza de los otros es un lugar lamentable para albergar la auténtica felicidad
del hombre, razonó Schopenhauer.
Buscamos a los demás no solo para que nos respeten o amen sino por
sentimientos claramente negativos. No es
suficiente triunfar en nuestro campo. Los otros deben fracasar. Llegamos a
provocar el desagrado para luego vengarnos. O frustrar a alguien, como lo hacen
los niños con sus juguetes.
Quizá queremos que nos teman. En cuyo caso no
hallamos la fama sino la infamia. Solemos albergar sentimientos negativos: Si
no me amas, admírame. Si no me admiras, respétame. Si no me respetas, témeme.
Necesitamos, en muchos casos, a los semejantes
para sentirnos superiores a ellos.
Mas esta economía de las pasiones
permanece oculta en lo más recóndito, bajo
profundas capas creadas por la cultura que permite a los seres humanos
desarrollar sus intercambios de forma refinada, utilizar el eufemismo para
comunicar información, evitar aparecer como crueles e insensibles y seguir con
sus vidas divinamente. Es este el mecanismo que facilita, en la mayor parte de
los casos, desplegar todo nuestro ser: utilizar, seducir, tiranizar y someter a
los demás, conservando la corrección social.
Surgen, sin embargo,
interrogantes: ¿Existe en el hombre un
lugar para el amor y la solidaridad a
cambio de nada? ¿Vemos en los otros solo un medio para realizar nuestros
deseos? ¿Las personas reflexionan acerca
de sus preferencias —las metapreferencias—
de forma crítica o solo se guían por su interés propio y están cautivas
en un universo simple? ¿Las elecciones
de las personas son críticamente examinadas? ¿Se deciden no solo en virtud de
la utilidad sino de la justicia? ¿La naturaleza humana es perfectible? ¿Las
personas pueden invocar razones
dirigidas a justificar la elección que realizan, y estas son objeto de
escrutinio?
Los argumentos que presento, en
relación con la importancia de los otros en nuestra vida, son, en realidad, una
chapuza del refinado análisis que hace William Irvine en su brillante libro Sobre el deseo, publicado en español por
el sello Paidós.
Irvine nos lleva a un viaje por
las pasiones, pleno de referencias de filósofos, poetas y escritores que acaso
vislumbraron con mayor claridad el espíritu humano. Su lectura deja claro cómo
el deseo moldea nuestras vidas y, al final, emerge la inquietante cuestión de la autonomía moral que los lectores podrán
esclarecer cuando se sumerjan en el sutil y sugerente estudio de Irvine.