Siempre quedo sorprendido
por cuántas personas me dicen que no tienen ningún pasatiempo. Podría parecer
algo insignificante, pero (aunque suene grandilocuente) para mí es una señal de
una civilización en decadencia. Después de todo, la idea del ocio es un logro
ganado a pulso, pues presupone que hemos rebasado las exigencias básicas de la
supervivencia. Sin embargo, aquí en Estados Unidos, el país más rico en la
historia, parece que nos hemos olvidado de la importancia de hacer las cosas
por el simple hecho de que disfrutamos hacerlas.
Sí, lo sé: es que todos estamos tan ocupados. Entre el trabajo y
la familia y las obligaciones sociales, ¿cómo esperan que tengamos tiempo?
Pero he aquí una razón más profunda que se me ha ocurrido de por
qué la gente no tiene pasatiempos: nos da miedo no hacerlos bien. Más bien: nos
intimida la expectativa —que ya es un sello distintivo de nuestra época, tan
intensamente pública y enfocada en el desempeño— de que debemos ser talentosos
hasta en las actividades que realizamos en nuestro tiempo libre. Nuestros
“pasatiempos” (lo considero un término anacrónico para lo que hacemos) se han
vuelto demasiado serios, demasiado rigurosos; ahora se tratan de una
oportunidad para sentir ansiedad sobre si en realidad eres la persona que dices
ser.
Si te gusta correr, ya no es suficiente con que des un par de
vueltas a la manzana: ahora hay que entrenar para los maratones. Si te gusta
pintar, ya no lo haces nada más para disfrutar de una agradable tarde solo
contigo, con tus acuarelas y con unos lirios de agua, sino que ahora debes
buscar que exhiban tus obras en una galería, o al menos intentar hacerte de una
cantidad “respetable” de seguidores en las redes sociales. Cuando tu identidad
está ligada a tu forma de entretenimiento —eres un yogui, un surfista, un escalador—, más te vale
hacerlo bien porque si no es así, ¿quién eres entonces?
Aquí lo que hemos perdido es la afición tranquila a tener un
talento modesto, a hacer algo por el simple hecho de que lo disfrutas y no
porque lo haces bien. No habría que enfatizar que los pasatiempos deben ser una
actividad distinta al trabajo remunerado. No
obstante, valores ajenos como “la búsqueda de la excelencia” se han insertado y
han corrompido lo que solía ser el terreno del ocio, así que ya no hay lugar
para el verdadero aficionado.
La población —al menos la de Estados Unidos— parece estar
dividida entre los aficionados semiprofesionales (algunos tan dedicados como
los atletas olímpicos) y aquellos que se retraen en el ocio pasivo en las
pantallas, la marca distintiva de nuestros tiempos tecnológicos.
No niego que se puede obtener mucho sentido al practicar una
actividad a nivel profesional y no miro con desdén a quien decida dedicar su vida
entera a una pasión o talento innato. Hay experiencias muy profundas que traen
consigo el dominio de un arte. Pero también hay una alegría pura y verdadera,
un grato deleite, casi infantil, que surge al aprender y simplemente esmerarnos
en lo que practicamos. En retrospectiva, se darán cuenta de que los mejores
años de sus clases de buceo o de carpintería, por dar algunos ejemplos, fueron
cuando apenas se iniciaban, cuando sentían exaltación tan solo por hacerlo.
Aunque pocas veces nos percatamos de ello, los requerimientos de
la excelencia están en guerra con lo que llamamos libertad.
Permitirte hacer únicamente aquello en lo que sobresales es
atraparte en una jaula cuyos barrotes no están hechos de acero, sino de tus
propios prejuicios. Sobre todo en el caso de las actividades físicas, pero
también en muchas otras cosas, la mayoría de nosotros seremos verdaderamente
excelentes solo en aquello que hayamos comenzado a practicar en la
adolescencia. ¿Qué pasa si decides aprender a surfear a los 40 años, como yo?
¿Qué pasa si cuando tienes 60 decides aprender italiano? La expectativa de
alcanzar la excelencia puede ser abrumadora.
Se supone que la libertad y la igualdad deben facilitar la
búsqueda de la felicidad. Sería muy triste si solo protegiéramos los medios e
ignoráramos el fin. Una democracia, cuando funciona como es debido, permite que
los hombres y las mujeres se conviertan en personas libres; sin embargo,
depende de nosotros, como individuos, si usamos esa oportunidad para encontrar
un propósito, alegría y satisfacción.
Si sospechas que esto parece una elaborada súplica para que la
gente deje de trabajar tanto, lo es.
De cualquier manera, quisiera expresarme en términos mayúsculos:
la promesa de nuestra civilización, el objetivo de todos nuestros esfuerzos y
avances tecnológicos, es rescatarnos de la lucha por la supervivencia y darnos
tiempo para quehaceres más nobles. Sin embargo, exigir la excelencia en todas
nuestras actividades puede menoscabar eso; puede ser un peligro para la
libertad o puede incluso destruirla. Nos despoja de una de las mayores
recompensas de la vida: el sencillo placer de hacer algo solo porque lo
disfrutamos profundamente.
Publicado originalmente en
The New York Times. Enero 23 2019