Por Álvaro Lobo
Entre los años 1800 y 1820 en New England, el
pequeño territorio en que se asentaron los padres fundadores de la nación
americana, surgió un extraordinario grupo de creadores —Emerson, Whitman, Poe,
Melville, Thoreau, Hawthorne—que sentaron las bases de la literatura y en general de la cultura del
nuevo país.
Otro grande escritor de esa región,
Henry Miller, un siglo después, reflexionando sobre estos hombres
extraordinarios, escribió: «Thoreau, Whitman, Emerson, estos hombres han sido,
hoy en día, reivindicados. En la oscuridad de los hechos cotidianos, sus
nombres se elevan altos como faros. Pagamos un bravo tributo verbal a su
memoria, pero seguimos ignorando su sabiduría. Nos hemos convertido en víctimas
del tiempo, miramos el pasado con aflicción y queja. Es demasiado tarde para
cambiar, pensamos. Pues no. Como individuos, como hombres, nunca es demasiado
tarde para cambiar. Y es esto exactamente lo que estos obstinados precursores
afirmaron toda su vida…»
Pues bien, de ese grupo de sabios precursores hacia parte una
excelente creadora: Emily Elizabeth Dickinson. Su singular historia es bien
conocida. Había nacido en el pueblito de
Amherst en 1830. Allí mismo estudió en el colegio fundado por su abuelo y luego
de adquirir una educación básica se mantuvo en las casa de sus padres. En su
vida realizó brevísimos viajes a Boston,
Filadelfia y Washington por asuntos médicos. Estuvo gran parte de su vida recluida en su casa
hasta el 15 de mayo de 1886, día en que murió.
En un ambiente puritano,
extremadamente difícil para que una mujer pudiera dedicarse a la literatura,
Dickinson consagró su vida a crear una obra poética incomparable en la más
completa soledad. Carente de la experiencia del mundo y con su escasa formación académica emprendió el arte de descifrar el enigma de la naturaleza y de
su alma. Al morir fueron hallados 1775
poemas. Un verdadero tesoro literario.
Salvo un poema, su obra permaneció inédita.
Salvo un poema, su obra permaneció inédita.
Presentamos una muestra tomada de La soledad sonora, traducción de Lorenzo
Oliván, editado por Pretextos en 2010.
101
¿EXISTIRÁ en verdad una “Mañana”?
¿Existirá lo que llamamos “Día”
¿Podría verlo desde las
montañas
si yo fuese tan alta como
ellas?
¿Y tendrá pies igual que los
nenúfares?
¿Plumas como los pájaros?
¿Será traído de remotas
tierras
de las que yo jamás escuché
hablar?
Oh, dónde el erudito, el
marinero,
oh, dónde el sabio astrólogo
que diga a esta pequeña
peregrina
en qué lugar esa “Mañana”
está.
145
ESTE corazón tantas veces
roto,
Estos dos pies nunca
desfallecientes,
Esta fe que aguardó a las
estrellas en vano,
suavemente entregadlos a los
muertos.
Jamás el galgo atrapará a la
liebre
que, jadeante, ha palpitado
aquí,
ni cualquier colegial robará
el nido
construido con tal
delicadeza
162
MI río va hacia ti.
Mar azul ¿Me darás la bienvenida?
Mi río aguarda réplica.
Oh mar, sé tu propicio.
Traeré mis arroyuelos
desde diseminados
territorios.
Habla, mar. Tómame.
189
QUE leve cosa es el llanto,
qué fugaz un suspiro
y, no obstante, por artes
tan pequeñas
los hombres y mujeres nos
morimos.
919
SI yo puedo evitar que un
corazón se pare,
no habré vivido en vano.
Si yo puedo aliviarle a una
vida el dolor
o calmar su pena;
si ayudo a un desmayado
petirrojo
y lo llevo de nuevo hasta su
nido,
no habré vivido en vano.
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