Álvaro Lobo
Vivimos bajo
cielos sombríos, y hay pocos seres humanos. Por eso probablemente haya tan
pocos poemas. La esperanza que aún tengo no es grande; intento mantener lo que
me ha quedado.
Paul Celan[2]
Las
Benévolas es el título de la novela de
Jonathan Littell, escritor norteamericano de formación francesa, escrita en
francés y publicada en París en el año 2006. Obtuvo ese año el gran premio de novela de la Academia
Francesa y el premio Goncourt. Dos de los más significativos reconocimientos
literarios en ese país.
Littell nos lleva
a los horrores de la Segunda Guerra Mundial,
vistos desde la perspectiva de los verdugos. Su personaje central, Maximilien
Aue, doctor en derecho y oficial de las SS, narra la historia treinta años
después de los sucesos, en su tranquilo y seguro retiro en Francia. Su frialdad
y el desparpajo para describir los terribles
hechos de la guerra y de su vida pretenden, aparentemente, mostrar el carácter inevitable de las
circunstancias de su vida que lo llevaron a participar en la guerra.
El título evoca de manera sutil la tragedia Euménides de Esquilo. Euménides — benévolas—, en el mito griego, es la manera indirecta de llamar a las
Erinias—las innombrables porque pronunciar su verdadero nombre desencadena su ira—, diosas de la justicia que castigan
grandes crímenes y persiguen a Orestes—hermano de Electra— por haber dado
muerte a su madre Clitemnestra, quien a
su vez había matado a su esposo Agamenón y éste a su propia hija Ifigenia[3]. A
lo largo de la narración sobre los avatares de la guerra, la vida de Maximilien Aue discurre en otro plano.
Su historia se ajusta a un patrón heroico, similar al del mito de Orestes.
Esta novela,
como toda gran obra, es compleja. Lo que creemos entender en un principio, la
defensa de la causa nacionalsocialista,
quizá sea una ironía para mostrarnos el tamaño de la crueldad de los
crímenes cometidos y el consenso logrado entre el pueblo alemán en torno a la necesidad de la conquista de Europa para ampliar el espacio vital de la patria germana y la
persecución y el exterminio de los judíos y demás minorías étnicas.
La formidable
cultura, la tradición artística y científica del pueblo alemán no impidieron que la guerra adquiriera un carácter criminal,
con total desprecio por los Acuerdos de Ginebra
sobre el trato humanitario a las poblaciones y a los militares que deponían las armas en los
países ocupados. Siniestros personajes
de la Wehrmacht y las SS, como Eischman,
Himler, Rosemberg, etc., al igual que anónimos ciudadanos son presentados como meras piezas, cuyas voluntades estaban determinadas por la
compleja maquinaria de destrucción que
fue el nacionalsocialismo. Su ideología reforzaba la idea de que el país había sido humillado en el tratado de
Versalles y la guerra era su consecuencia lógica y una necesidad para asegurar,
al costo que fuese, mil años del
Tercer Reich.
Los líderes
alemanes sobrevivientes pretendieron hacer creer al mundo que personalmente no
eran responsables, pues toda la dinámica de la guerra era inevitable y obedecía
a un sistema complejo de tensiones entre las naciones europeas. Si había alguna
responsabilidad, correspondía a todos, que era la manera de soslayar las culpas. Según
ellos, el oficial que dirigía los convoyes hacia el este, el hombre que movía
las agujas de los trenes, quienes los conducían hacia los campos en Polonia,
los soldados que custodiaban el ingreso
a los hornos y los operarios que maniobraban las palancas para gasear a los prisioneros compartían igual
responsabilidad, el trabajo de cada uno de ellos era indispensable para la solución final. La guerra desatada se
imponía a la voluntad individual. Aue, en su reflexión posterior, intenta
convencerse de que su conducta y la de sus camaradas estaban determinadas por la dinámica de la
guerra y que no eran una simple obediencia ciega a un régimen dictatorial. En
todo caso, se decía entre la oficialidad, los jefes le debían a Alemania el
sacrificio de sus dudas.
En la
narración de Littell quedan claros,
aunque de forma sinuosa, el oportunismo y la cobardía de los mandos que promovieron
el carácter criminal de su empresa. Aún, en el momento en que era evidente el
final por el avance de los Aliados en el Frente Occidental y el indetenible paso de Zhúkov en el Frente Oriental, los oficiales se resistían a aceptar el estado
de cosas y persistían en la gran causa del
Reich. Quizá el autor quiera mostrarnos esta conducta irracional para
ilustrar el poder hipnótico del
delirio hitleriano.
La lectura de Las Benévolas es una experiencia extraña. Por una parte, disfrutamos
de un lenguaje poético y de la maestría del autor para penetrar en la
naturaleza humana y su gran erudición sobre el conocimiento de los pueblos que la expansión alemana iba arrasando en el este. Su despliegue es sobresaliente, en especial cuando se refiere a los pueblos del Cáucaso. La
trama nos arrastra de forma incontenible desde el principio hasta el final. Percibimos,
como el protagonista, el sentido del relato y las casi mil páginas del libro son
devoradas rápidamente. Por otra parte, resulta
perturbadora la participación
directa de Aue en los crímenes y la serena descripción que hace de las
atrocidades de la guerra, en particular de las masacres de la población judía, como
si se tratara de la inocente narración
que haría un taxidermista de la muerte de una colonia de hormigas.
Mas esta
novela tiene muchos méritos literarios. Dibuja un inmenso fresco de la guerra.
Vemos como los seres humanos actúan cuando desaparecen los diques morales
que mantienen organizadas las sociedades. Usualmente las novelas que
tratan este tema lo hacen desde el lado de los vencedores. En este caso el
protagonista es un oficial de las SS, convencido de la validez de su causa. El autor consigue que nos identifiquemos con este hombre y allí surgen los mayores
dilemas éticos que hemos de enfrentar.
Si las guerras
que devastan a los pueblos son llevadas a la literatura, si ingresan al relato,
acaso los complejos y misteriosos caminos de la creación artística nos ayuden a
ver de una mejor manera nuestra existencia, a percibir en un destello cuál es
el significado de nuestra vida. Cuando
las luchas endémicas que lentamente destruyen a Colombia —220.000 mil muertos
en los últimos cincuenta años— sean expresadas en la literatura, al igual que lo
hace Littell en Las Benévolas con la historia de Alemania en la guerra, tendremos una mirada más serena para intentar
descifrar lo que se anida en nuestros corazones y soñar algún día en desmontar
la máquina de matar colombianos a una media de 15 mil al año.
Las Benévolas apareció
en el momento en que fue publicada otra novela con un tema similar, Vida y destino de Vasili Grossman. Esta
narra la historia de la Segunda Guerra Mundial desde el punto de vista ruso. En
muchos aspectos por supuesto se presenta una coincidencia en la narración de hechos históricos, como
por ejemplo el sitio de Stalingrado. Los
críticos han caído en la tentación de comparar estas novelas con Guerra
y Paz de Tolstoi. Su propósito ha sido seguramente resaltar su alta calidad
que las hace sobresalir en medio de la vastedad de obras publicadas. En el caso
de la novela que aquí comentamos, su valor es sin duda digno de encomio. Sin
embargo, como dijo Anrés Hax “León Tolstoi —o en todo caso su obra, ya que
murió en 1910, con 82 años de edad— es como un enorme bosque. Se puede
delimitar su circunferencia, se podrían contar todos los árboles que contiene y
decir qué tan altos son, se podría hacer un censo completo de su flora y fauna;
pero aun así, describiendo su materialidad exhaustivamente, el bosque seguiría
siendo infinito.”[4]
1 comentario:
¿cómo es posible que la muerte de un ser humano, un hermano, sea considerada como un valor positivo? Un hecho que se ha repedido una y otra vez a través de la historia humana.
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