miércoles, 17 de octubre de 2012

DICKINSON


Por Álvaro Lobo



Entre  los años 1800 y 1820 en New England, el pequeño territorio en que se asentaron los padres fundadores de la nación americana, surgió un extraordinario grupo de creadores —Emerson, Whitman, Poe, Melville, Thoreau, Hawthorne—que sentaron las bases de la  literatura y en general de la cultura del nuevo país. 

Otro grande escritor de esa región, Henry Miller, un siglo después, reflexionando sobre estos hombres extraordinarios, escribió: «Thoreau, Whitman, Emerson, estos hombres han sido, hoy en día, reivindicados. En la oscuridad de los hechos cotidianos, sus nombres se elevan altos como faros. Pagamos un bravo tributo verbal a su memoria, pero seguimos ignorando su sabiduría. Nos hemos convertido en víctimas del tiempo, miramos el pasado con aflicción y queja. Es demasiado tarde para cambiar, pensamos. Pues no. Como individuos, como hombres, nunca es demasiado tarde para cambiar. Y es esto exactamente lo que estos obstinados precursores afirmaron toda su vida…»

Pues bien,  de ese grupo de sabios precursores hacia parte una excelente creadora: Emily Elizabeth Dickinson. Su singular historia es bien conocida. Había nacido en el pueblito  de Amherst en 1830. Allí mismo estudió en el colegio fundado por su abuelo y luego de adquirir una educación básica se mantuvo en las casa de sus padres. En su vida realizó brevísimos viajes a Boston,  Filadelfia  y Washington por  asuntos médicos. Estuvo gran parte de su vida  recluida en su casa hasta el 15 de mayo de 1886, día en que murió. 

En un ambiente puritano, extremadamente difícil para que una mujer pudiera dedicarse a la literatura, Dickinson consagró su vida a crear una obra poética incomparable en la más completa soledad.  Carente de la experiencia del mundo y con su escasa formación académica  emprendió el arte de descifrar el enigma de la naturaleza y de su  alma. Al morir fueron hallados 1775 poemas. Un verdadero tesoro literario.

Salvo un  poema, su obra permaneció inédita.

Presentamos una muestra tomada de La soledad sonora, traducción de Lorenzo Oliván, editado por Pretextos en 2010.



101

¿EXISTIRÁ  en verdad una “Mañana”?
¿Existirá lo que llamamos “Día”
¿Podría verlo desde las montañas
si yo fuese tan alta como ellas?

¿Y tendrá pies igual que los nenúfares?
¿Plumas como los pájaros?
¿Será traído de remotas tierras
de las que yo jamás escuché hablar?

Oh, dónde el erudito, el marinero,
oh, dónde el sabio astrólogo
que diga a esta pequeña peregrina
en qué lugar esa “Mañana” está.


145

ESTE corazón tantas veces roto,
Estos dos pies nunca desfallecientes,
Esta fe que aguardó a las estrellas en vano,
suavemente entregadlos a los muertos.

Jamás el galgo atrapará a la liebre
que, jadeante, ha palpitado aquí,
ni cualquier colegial robará el nido
construido con tal delicadeza

   
162


MI río va hacia ti.
Mar azul ¿Me darás la bienvenida?
Mi río aguarda réplica.
Oh mar, sé tu propicio.
Traeré mis arroyuelos
desde diseminados territorios.
Habla, mar. Tómame.


189


QUE leve cosa es el llanto,
qué fugaz un suspiro
y, no obstante, por artes tan pequeñas
los hombres y mujeres nos morimos.


919


SI yo puedo evitar que un corazón se pare,
no  habré vivido en vano.
Si yo puedo aliviarle a una vida el dolor
o calmar su pena;

si ayudo a un desmayado petirrojo
y lo llevo de nuevo hasta su nido,
no habré vivido en vano.

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