miércoles, 10 de julio de 2019

Sobre el deseo. Álvaro Lobo

Todos deseamos  dos cosas en la vida: estatus social y fortuna. Ambos anhelos están relacionados. Para comprender  por qué deseamos lo que deseamos debemos  saber  el papel que los otros desempeñan en nuestra vida. ¿Qué es lo que queremos de ellos?

Aristóteles, para ir bien lejos en procura  de autoridad, decía que el hombre es un animal político. Quería indicar con ello que el hombre está determinado a vivir en comunidad. A vivir con los demás.  Estamos  rodeamos de familiares, de amigos….

¿Por qué necesitamos de otras personas? En cierta forma ellas  son una fuente de placer para  conversar, jugar o tener encuentros sexuales. También las precisamos por los bienes y servicios que ofrecen. Requerimos al tendero, al médico, a quien nos asista en los servicios domésticos. Para proveernos de todo esto establecemos  relaciones  en un contexto laboral.

Inquirimos  a los semejantes  por la utilidad del intercambio social. Sin ellos nos sentimos inseguros. Podemos llegar a pensar que nuestras elecciones para vivir sean equivocadas. Por ello vamos al prójimo al encuentro de seguridad. Relatamos a los  amigos nuestros  planes, actividades, etc. con la esperanza de recibir su aprobación o, al menos, conocer sus razones.

En el intercambio obtenemos y damos información a los amigos y cercanos, pero igual prestamos atención a los  enemigos, a los desconocidos. Podemos valorar más la opinión de estos que la de los  amigos o familiares porque estos tienen un incentivo para mentirnos.

Aun si no necesitamos  a nadie  para nada de lo anterior, serían indispensables  para que reconozcan nuestra existencia, nos tengan en cuenta y reacciones ante nosotros. Para que  nos amen y, si no nos aman, para que nos admiren y, si no nos admiran, para que nos respeten.

Tal vez por una adaptación evolutiva queremos ser reconocidos. Imaginamos que nuestra vida no es insignificante y que seremos recordados e incluso famosos. También los filósofos más iluminados de la especie ansían la fama. Escriben libros contra la banalidad del éxito y los firman con todas sus letras. De lo último que se libra el sabio es del deseo de fama, sentenció Tácito.

Si eventualmente alcanzamos la fama, seremos igualmente infelices. Por si sola, conjeturó Kant, la felicidad está lejos de ser el bien completo de nuestra razón. Esta no la acepta si no va unida a la dignidad de ser feliz, esto es, el buen comportamiento ético. Con frecuencia, nos  apartamos de este mandato de la razón, por lo cual nos hacemos indignos de la felicidad.

La fama, que perseguimos sin tregua,  reside en la cabeza de los otros y la cabeza de los otros es un lugar lamentable para albergar la auténtica felicidad del hombre, razonó  Schopenhauer.

Buscamos a los demás  no solo para que nos respeten o amen sino por sentimientos claramente negativos. No es suficiente triunfar en nuestro campo. Los otros deben fracasar. Llegamos a provocar el desagrado para luego vengarnos. O frustrar a alguien, como lo hacen los niños con sus juguetes. 

Quizá queremos que nos teman. En cuyo caso no hallamos la fama sino la infamia. Solemos albergar sentimientos negativos: Si no me amas, admírame. Si no me admiras, respétame. Si no me respetas, témeme. Necesitamos, en muchos casos, a los semejantes  para sentirnos superiores a ellos.

Mas esta economía de las pasiones permanece oculta en lo más recóndito, bajo  profundas capas creadas por la cultura que permite a los seres humanos desarrollar sus intercambios de forma refinada, utilizar el eufemismo para comunicar información, evitar aparecer como crueles e insensibles y seguir con sus vidas divinamente. Es este el mecanismo que facilita, en la mayor parte de los casos, desplegar todo nuestro ser: utilizar, seducir, tiranizar y someter a los demás, conservando la corrección social.

Surgen, sin embargo, interrogantes: ¿Existe en el hombre  un lugar para el amor y  la solidaridad a cambio de nada? ¿Vemos en los otros solo un medio para realizar nuestros deseos? ¿Las  personas reflexionan acerca de sus preferencias —las metapreferencias—  de forma crítica o solo se guían por su interés propio y están cautivas en un universo simple?  ¿Las elecciones de las personas son críticamente examinadas? ¿Se deciden no solo en virtud de la utilidad sino de la justicia? ¿La naturaleza humana es perfectible? ¿Las personas pueden  invocar razones dirigidas a justificar la elección que realizan, y estas son objeto de escrutinio?

Los argumentos que presento, en relación con la importancia de los otros en nuestra vida, son, en realidad, una chapuza del refinado análisis que hace William Irvine en su brillante libro Sobre el deseo, publicado en español por el sello Paidós.

Irvine nos lleva a un viaje por las pasiones, pleno de referencias de filósofos, poetas y escritores que acaso vislumbraron con mayor claridad el espíritu humano. Su lectura deja claro cómo el deseo moldea nuestras vidas y, al final, emerge  la inquietante cuestión de la  autonomía moral que los lectores podrán esclarecer cuando se sumerjan en el sutil  y sugerente estudio de Irvine.

domingo, 10 de febrero de 2019

Pienso que hay eternidad en la belleza, Jorge Luis Borges


Creo que he alcanzado, si no cierta sabiduría, quizá cierto sentido común. Me considero un escritor. ¿Qué significa para mí ser escritor? Significa simplemente ser fiel a mi imaginación. Cuando escribo algo no me lo planteo como objetivamente verdadero (lo puramente objetivo es una trama de circunstancias y accidentes), sino como verdadero porque es fiel a algo más profundo. Cuando escribo un relato, lo escribo porque creo en él: no como uno cree en algo meramente histórico, sino, más bien, como uno cree en un sueño o en una idea.
Creo que quizá nos despiste uno de los estudios que más valoro: el estudio de la historia de la literatura. Me pregunto (espero que no sea una blasfemia) si no le prestamos demasiada atención a la historia. Atender a la historia de la literatura –o de cualquier otro arte, si vamos a eso– es en realidad una forma de incredulidad, de escepticismo. Si me digo, por ejemplo, que Wordsworth y Verlaine fueron excelentes poetas del siglo XIX, corro el peligro de pensar que el tiempo los ha destruido en cierta medida, que ya no son tan buenos como fueron. Creo que la idea antigua de que podemos reconocer la perfección del arte sin tener en cuenta las fechas era mejor.

He leído algunas historias de la filosofía india. Los autores (ingleses, alemanes, franceses, americanos) siempre se asombran de que en la India la gente no tenga sentido de la historia, de que traten a todos los pensadores como si fueran contemporáneos. Traducen las palabras de la filosofía antigua a la moderna jerga de la filosofía de hoy. Pero esto significa algo magnífico: confirma la idea de que uno cree en la filosofía o de que uno cree en la poesía; de que las cosas que fueron bellas pueden ser bellas aún.

Aunque supongo que soy completamente antihistórico cuando digo esto (puesto que, evidentemente, los significados y connotaciones de las palabras cambian) , sigo pensando que hay versos –por ejemplo, cuando Virgilio escribió «Ibant obscuri sola sub nocte per umbram» (me pregunto si habré escandido el verso como debiera: mi latín está bastante oxidado), o cuando un antiguo poeta inglés escribió «Norpan sniwde…», o cuando leemos «Music to hear, why hear’st thou music sadly? / Sweets with weets war not, joy delights in joy»– en los que, en cierta medida, estamos más allá del tiempo. Pienso que hay eternidad en la belleza; y esto, por supuesto, es lo que Keats tenía en mente cuando escribió «A thing of beauty is a joy forever» («Lo bello es gozo para siempre» ). Aceptamos este verso, y lo aceptamos como una especie de verdad, como una especie de fórmula. Alguna vez tengo el coraje y la esperanza suficientes para pensar que puede ser verdad: que, aunque todos los hombres escriben en el tiempo, envueltos en circunstancias y accidentes y frustraciones temporales, es posible alcanzar, de algún modo, un poco de belleza eterna.
Jorge Luis Borges
Credo de Poeta
Conferencia pronunciada en la Universidad de Harvard
Curso 1967-1968

jueves, 24 de enero de 2019

El valor de ser mediocre

Tim Wu




Siempre quedo sorprendido por cuántas personas me dicen que no tienen ningún pasatiempo. Podría parecer algo insignificante, pero (aunque suene  grandilocuente) para mí es una señal de una civilización en decadencia. Después  de todo, la idea del ocio es un logro ganado a pulso, pues presupone que hemos rebasado las exigencias básicas de la supervivencia. Sin embargo, aquí en Estados Unidos, el país más rico en la historia, parece que nos hemos olvidado de  la importancia de hacer las cosas por el simple hecho de que disfrutamos hacerlas.
Sí, lo sé: es que todos estamos tan ocupados. Entre el trabajo y la familia y las obligaciones sociales, ¿cómo esperan que tengamos tiempo?
Pero he aquí una razón más profunda que se me ha ocurrido de por qué la gente no tiene pasatiempos: nos da miedo no hacerlos bien. Más bien: nos intimida la expectativa —que ya es un sello distintivo de nuestra época, tan intensamente pública y enfocada en el desempeño— de que debemos ser talentosos hasta en las actividades que realizamos en nuestro tiempo libre. Nuestros “pasatiempos” (lo considero un término anacrónico para lo que hacemos) se han vuelto demasiado serios, demasiado rigurosos; ahora se tratan de una oportunidad para sentir ansiedad sobre si en realidad eres la persona que dices ser.

               Los requerimientos de la excelencia están en guerra con lo que llamamos libertad                                  

Si te gusta correr, ya no es suficiente con que des un par de vueltas a la manzana: ahora hay que entrenar para los maratones. Si te gusta pintar, ya no lo haces nada más para disfrutar de una agradable tarde solo contigo, con tus acuarelas y con unos lirios de agua, sino que ahora debes buscar que exhiban tus obras en una galería, o al menos intentar hacerte de una cantidad “respetable” de seguidores en las redes sociales. Cuando tu identidad está ligada a tu forma de entretenimiento —eres un yogui, un surfista, un escalador—, más te vale hacerlo bien porque si no es así, ¿quién eres entonces?
Aquí lo que hemos perdido es la afición tranquila a tener un talento modesto, a hacer algo por el simple hecho de que lo disfrutas y no porque lo haces bien. No habría que enfatizar que los pasatiempos deben ser una actividad distinta al trabajo remunerado. No obstante, valores ajenos como “la búsqueda de la excelencia” se han insertado y han corrompido lo que solía ser el terreno del ocio, así que ya no hay lugar para el verdadero aficionado.
La población —al menos la de Estados Unidos— parece estar dividida entre los aficionados semiprofesionales (algunos tan dedicados como los atletas olímpicos) y aquellos que se retraen en el ocio pasivo en las pantallas, la marca distintiva de nuestros tiempos tecnológicos.
No niego que se puede obtener mucho sentido al practicar una actividad a nivel profesional y no miro con desdén a quien decida dedicar su vida entera a una pasión o talento innato. Hay experiencias muy profundas que traen consigo el dominio de un arte. Pero también hay una alegría pura y verdadera, un grato deleite, casi infantil, que surge al aprender y simplemente esmerarnos en lo que practicamos. En retrospectiva, se darán cuenta de que los mejores años de sus clases de buceo o de carpintería, por dar algunos ejemplos, fueron cuando apenas se iniciaban, cuando sentían exaltación tan solo por hacerlo.
Aunque pocas veces nos percatamos de ello, los requerimientos de la excelencia están en guerra con lo que llamamos libertad.
Permitirte hacer únicamente aquello en lo que sobresales es atraparte en una jaula cuyos barrotes no están hechos de acero, sino de tus propios prejuicios. Sobre todo en el caso de las actividades físicas, pero también en muchas otras cosas, la mayoría de nosotros seremos verdaderamente excelentes solo en aquello que hayamos comenzado a practicar en la adolescencia. ¿Qué pasa si decides aprender a surfear a los 40 años, como yo? ¿Qué pasa si cuando tienes 60 decides aprender italiano? La expectativa de alcanzar la excelencia puede ser abrumadora.
Se supone que la libertad y la igualdad deben facilitar la búsqueda de la felicidad. Sería muy triste si solo protegiéramos los medios e ignoráramos el fin. Una democracia, cuando funciona como es debido, permite que los hombres y las mujeres se conviertan en personas libres; sin embargo, depende de nosotros, como individuos, si usamos esa oportunidad para encontrar un propósito, alegría y satisfacción.
Si sospechas que esto parece una elaborada súplica para que la gente deje de trabajar tanto, lo es.
De cualquier manera, quisiera expresarme en términos mayúsculos: la promesa de nuestra civilización, el objetivo de todos nuestros esfuerzos y avances tecnológicos, es rescatarnos de la lucha por la supervivencia y darnos tiempo para quehaceres más nobles. Sin embargo, exigir la excelencia en todas nuestras actividades puede menoscabar eso; puede ser un peligro para la libertad o puede incluso destruirla. Nos despoja de una de las mayores recompensas de la vida: el sencillo placer de hacer algo solo porque lo disfrutamos profundamente.




Publicado originalmente en The New York Times. Enero 23 2019

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