lunes, 7 de noviembre de 2016






EPICURO

Carta a Meneceo 
   Epicuro a Meneceo, salud. 

Que nadie, mientras sea joven, se muestre remiso en filosofar, ni, al llegar a viejo, de filosofar se canse. Porque, para alcanzar la salud del alma, nunca se es demasiado viejo ni demasiado joven. 

Quien afirma que aún no le ha llegado la hora o que ya le pasó la edad, es como si dijera que para la felicidad no le ha llegado aún el momento, o que ya lo dejó atrás. Así pues, practiquen la filosofía tanto el joven como el viejo; uno, para que aún envejeciendo, pueda mantenerse joven en su felicidad gracias a los recuerdos del pasado; el otro, para que pueda ser joven y viejo a la vez mostrando su serenidad frente al porvenir. Debemos meditar, por tanto, sobre las cosas que nos reportan felicidad, porque, si disfrutamos de ella, lo poseemos todo y, si nos falta, hacemos todo lo posible para obtenerla. 

Los principios que siempre te he ido repitiendo, practícalos y medítalos aceptándolos como máximas necesarias para llevar una vida feliz. Considera, ante todo, a la divinidad como un ser incorruptible y dichoso -tal como lo sugiere la noción común- y no le atribuyas nunca nada contrario a su inmortalidad, ni discordante con su felicidad. Piensa como verdaderos todos aquellos atributos que contribuyan a salvaguardar su inmortalidad. Porque los dioses existen: el conocimiento que de ellos tenemos es evidente, pero no son como la mayoría de la gente cree, que les confiere atributos discordantes con la noción que de ellos posee. Por tanto, impío no es quien reniega de los dioses de la multitud, sino quien aplica las opiniones de la multitud a los dioses, ya que no son intuiciones, sino presunciones vanas, las razones de la gente al referirse a los dioses, según las cuales los mayores males y los mayores bienes nos llegan gracias a ellos, porque éstos, entregados continuamente a sus propias virtudes, acogen a sus semejantes, pero consideran extraño a todo lo que les es diferente. 

Acostúmbrate a pensar que la muerte para nosotros no es nada, porque todo el bien y todo el mal residen en las sensaciones, y precisamente la muerte consiste en estar privado de sensación. Por tanto, la recta convicción de que la muerte no es nada para nosotros nos hace agradable la mortalidad de la vida; no porque le añada un tiempo indefinido, sino porque nos priva de un afán desmesurado de inmortalidad. Nada hay que cause temor en la vida para quien está convencido de que el no vivir no guarda tampoco nada temible. Es estúpido quien confiese temer la muerte no por el dolor que pueda causarle en el momento en que se presente, sino porque, pensando en ella, siente dolor: porque aquello cuya presencia no nos perturba, no es sensato que nos angustie durante su espera. El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe, y cuando está presente nosotros no existimos. Así pues, la muerte no es real ni para los vivos ni para los muertos, ya que está lejos de los primeros y, cuando se acerca a los segundos, éstos han desaparecido ya. A pesar de ello, la mayoría de la gente unas veces rehuye la muerte viéndola como el mayor de los males, y otras la invoca para remedio de las desgracias de esta vida. El sabio, por su parte, ni desea la vida ni rehuye el dejarla, porque para él el vivir no es un mal, ni considera que lo sea la muerte. Y así como de entre los alimentos no escoge los más abundantes, sino los más agradables, del mismo modo disfruta no del tiempo más largo, sino del más intenso placer. 
 2
  El que exhorta al joven a una buena vida y al viejo a una buena muerte es un insensato, no sólo por las cosas agradables que la vida comporta, sino porque la meditación y el arte de vivir y de morir bien son una misma cosa. Y aún es peor quien dice: 

bello es no haber nacido  pero, puesto que nacimos, cruzar cuanto antes las puertas del Hades 

Si lo dice de corazón, ¿por qué no abandona la vida? Está en su derecho, si lo ha meditado bien. Por el contrario, si se trata de una broma, se muestra frívolo en asuntos que no lo requieren. 

Recordemos también que el futuro no es nuestro, pero tampoco puede decirse que no nos pertenezca del todo. Por lo tanto no hemos de esperarlo como si tuviera que cumplirse con certeza, ni tenemos que desesperarnos como si nunca fuera a realizarse. 

Del mismo modo hay que saber que, de los deseos, unos son necesarios, los otros vanos, y entre los naturales hay algunos que son necesarios y otros tan sólo naturales. De los necesarios, unos son indispensables para conseguir la felicidad; otros, para el bienestar del cuerpo; otros, para la propia vida. De modo que, si los conocemos bien, sabremos relacionar cada elección o cada negativa con la salud del cuerpo o la tranquilidad del alma, ya que éste es el objetivo de una vida feliz, y con vistas a él realizamos todos nuestros actos, para no sufrir ni sentir turbación. Tan pronto como lo alcanzamos, cualquier tempestad del alma se serena, y al hombre ya no le queda más que desear ni busca otra cosa para colmar el bien del alma y del cuerpo. Pues el placer lo necesitamos cuando su ausencia nos causa dolor, pero, cuando no experimentamos dolor, tampoco sentimos necesidad de placer. Por este motivo afirmamos que el placer es el principio y fin de una vida feliz, porque lo hemos reconocido como un bien primero y congénito, a partir del cual iniciamos cualquier elección o aversión y a él nos referimos al juzgar los bienes según la norma del placer y del dolor. Y, puesto que éste es el bien primero y connatural, por ese motivo no elegimos todos los placeres, sino que en ocasiones renunciamos a muchos cuando de ellos se sigue un trastorno aún mayor. Y muchos dolores los consideramos preferibles a los placeres si obtenemos un mayor placer cuanto más tiempo hayamos soportado el dolor. Cada placer, por su propia naturaleza, es un bien, pero no hay que elegirlos todos. De modo similar, todo dolor es un mal, pero no siempre hay que rehuir del dolor. Según las ganancias y los perjuicios hay que juzgar sobre el placer y el dolor, porque algunas veces el bien se torna en mal, y otras veces el mal es un bien.  

La autarquía la tenemos por un gran bien, no porque debamos siempre conformarnos con poco, sino para que, si no tenemos mucho, con este poco nos baste, pues estamos convencidos de que de la abundancia gozan con mayor dulzura aquellos que mínimamente la necesitan, y que todo lo que la naturaleza reclama es fácil de obtener, y difícil lo que representa un capricho. 

Los alimentos frugales proporcionan el mismo placer que los exquisitos, cuando satisfacen el dolor que su falta nos causa, y el pan y el agua son motivo del mayor placer cuando de ellos se alimenta quien tiene necesidad. 

 3
Estar acostumbrado a una comida frugal y sin complicaciones es saludable, y ayuda a que el hombre sea diligente en las ocupaciones de la vida; y, si de modo intermitente participamos de una vida más lujosa, nuestra disposición frente a esta clase de vida es mejor y nos mostramos menos temerosos respecto a la suerte. 

Cuando decimos que el placer es la única finalidad, no nos referimos a los placeres de los disolutos y crápulas, como afirman algunos que desconocen nuestra doctrina o no están de acuerdo con ella o la interpretan mal, sino al hecho de no sentir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma. Pues ni los banquetes ni los festejos continuados, ni el gozar con jovencitos y mujeres, ni los pescados ni otros manjares que ofrecen las mesas bien servidas nos hacen la vida agradable, sino el juicio certero que examina las causas de cada acto de elección y aversión y sabe guiar nuestras opiniones lejos de aquellas que llenan el alma de inquietud.  

El principio de todo esto y el bien máximo es el juicio, y por ello el juicio -de donde se originan las restantes virtudes- es más valioso que la propia filosofía, y nos enseña que no existe una vida feliz sin que sea al mismo tiempo juiciosa, bella y justa, ni es posible vivir con prudencia, belleza y justicia sin ser feliz. Pues las virtudes son connaturales a una vida feliz, y el vivir felizmente se acompaña siempre de virtud. 

Porque, ¿A qué hombre considerarías superior a aquel que guarda opiniones piadosas respecto a los dioses, se muestra tranquilo frente a la muerte, sabe qué es el bien de acuerdo con la naturaleza, tiene clara conciencia de que el límite de los bienes es fácil de alcanzar y el límite de los males, por el contrario, dura poco tiempo, y comporta algunas penas; que se burla del destino, considerado por algunos señor absoluto de todas las cosas, afirmando que algunas suceden por necesidad, otras casualmente; otras, en fin, dependen de nosotros, porque se da cuenta de que la necesidad es irresponsable, el azar inestable, y, en cambio, nuestra voluntad es libre, y, por ello, digna de merecer repulsa o alabanza? Casi era mejor creer en los mitos sobre los dioses que ser esclavo de la predestinación de los físicos; porque aquéllos nos ofrecían la esperanza de llegar a conmover a los dioses con nuestras ofrendas; y el destino, en cambio, es implacable. Y el sabio no considera la fortuna como una divinidad -tal como la mayoría de la gente cree- , pues ninguna de las acciones de los dioses carece de armonía, ni tampoco como una causa no fundada en la realidad, ni cree que aporte a los hombres ningún bien ni ningún mal relacionado con su vida feliz, sino solamente que la fortuna es el origen de grandes bienes y de grandes calamidades. El sabio cree que es mejor guardar la sensatez y ser desafortunado que tener fortuna con insensatez. Lo preferible, ciertamente, en nuestras acciones, es que el buen juicio prevalezca con la ayuda de la suerte.  

Estos consejos, y otros similares medítalos noche y día en tu interior y en compañía de alguien que sea como tú, y así nunca, ni estando despierto ni en sueños, sentirás turbación, sino que, por el contrario, vivirás como un dios entre los hombres. Pues en nada se parece a un mortal el hombre que vive entre bienes imperecederos.   


Copiado por Cora.

domingo, 29 de mayo de 2016

Paul Celan




Paul Celan (Chernivtsi, 23 de noviembre de 1920 - París, 20 de abril de 1970) Poeta alemán de origen judío rumano y habla alemana, considerado por la crítica internacional como el más grande lírico en alemán de la segunda posguerra.
En 1942 sus padres fueron deportados y murieron en un campo de concentración, mientras que él fue recluido en un campo de trabajo. Liberado en 1944 viajó a Bucarest, donde trabajó en una editorial, luego abandonó Rumania en 1947. En 1970, cuando su obra había sido  reconocida por la crítica alemana, se suicidó, arrojándose al Sena.
Publicamos, en primer término,  su enigmático poema Fuga de muerte. De este poema tomó  Rüdiger Safranski  el título de su biografía de Martin Heidegger: Un maestro de Alemania. Con Heidegger, Celan mantuvo una gran tensión. "La lectura en Friburgo tuvo un éxito excepcional: 1.200 personas me escucharon durante una hora conteniendo la respiración, después, Heidegger vino hacia mí –". La frase de la carta a su esposa  se interrumpe en ese punto. Al día siguiente, Celan visitó la cabaña de Heidegger en la Selva Negra, pero se negó a ser fotografiado al lado del filósofo. Esperó  inútilmente el arrepentimiento de Heidegger por su aprobación del régimen de Hitler.

Luego, publicamos su discurso El Meridiano, pronunciado en octubre de 1960, al recibir el premio Georg Büchner Darmstadt




Fuga de muerte 




Traducción de Moisés Perera Lezama


Negra leche del alba la bebemos por la tarde
la bebemos al mediodía y en la mañana la bebemos de noche
bebemos y bebemos
cavamos una tumba en los aires donde no hay opresión
Un hombre habita en la casa juega con las serpientes escribe
escribe cuando oscurece a Alemania tu pelo dorado Margarete
escribe eso y sale frente a la casa y brillan las estrellas silba a sus perros
silba a sus judíos caven una tumba en la tierra
nos ordena vamos toquen para el baile

Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos en la mañana y al mediodía te bebemos por la tarde
bebemos y bebemos
Un hombre habita en la casa juega con las  serpientes escribe
escribe cuando oscurece a Alemania tu pelo dorado Margarete
Tu pelo cenizo Sulamith cavamos una tumba en los aires donde no hay opresión

Grita ustedes caven más hondo en la tierra los demás canten y toquen
empuña el fierro en el cinto lo blande sus ojos son azules
ustedes entierren las palas más hondo los demás sigan tocando para el baile

Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía y en la mañana te bebemos por la tarde
bebemos y bebemos
un hombre habita en la casa tu pelo dorado Margarete
tu pelo cenizo Sulamith juega con las serpientes
Grita toquen más dulcemente la muerte la muerte es un maestro
de Alemania
grita tañan más sombríamente los violines para que asciendan cual humo 
en el aire
para que tengan una tumba en las nubes donde no hay opresión

Negra leche del alba te bebemos de noche
te bebemos al mediodía la muerte es un maestro de Alemania
te bebemos por la tarde y en la mañana bebemos y bebemos
la muerte es un maestro de Alemania su ojo es azul
te acierta con bala de plomo te acierta preciso
un hombre habita en la casa tu pelo dorado Margarete
atiza sus perros contra nosotros nos regala una tumba en el aire
juega con las serpientes y sueña la muerte es un maestro de Alemania

tu pelo dorado Margarete
tu pelo cenizo Sulamith


El meridiano



Discurso a propósito de la concesión del Premio Georg Büchner
Darmstadt, 22 de octubre de 1960

Traducción de Pablo Oyarzún R.

Señoras y señores:
1     El arte es, ustedes lo recuerdan, un ser marionetesco, yámbico-pentápodo, y — esta propiedad está refrendada también mitológicamente por la alusión a Pigmalión y su creatura— falto de hijos.
          Bajo tal especie, constituye el objeto de una conversación, que tiene lugar en un cuarto, no, pues, en la Conserjería, una conversación que, esto lo barruntamos, podría ser proseguida sin fin si nada interviniese.
          Pero algo interviene.
2     El arte viene otra vez. Viene otra vez en otro poema de Georg Büchner, en el“Woyzeck”, entre otras anónimas gentes y —si se me permite llevar por esta senda una expresión de Moritz Heimann acuñada a propósito de “La muerte de Dantón”— bajo una todavía “más lívida luz de tormenta”. El mismo arte vuelve, también en este tiempo enteramente otro, a aparecer abiertamente, presentado por un pregonero de feria, ya no referible, como durante aquella conversación, a la “ardiente”, “bullente” y “radiante” creación, sino al lado de a la creatura y a la “nada” que “lleva puesta” esa creatura, —el arte aparece esta vez en figura simiesca, pero es el mismo, al punto lo hemos reconocido por su “casaca y sus calzas”.
          Y viene también —el arte— con un tercer poema de Büchner a nosotros, con “Leoncio y Lena”, aquí ya no se puede reconocer tiempo ni iluminación, pues estamos “en fuga hacia el Paraíso”, “todos los relojes y calendarios” deben ser prontamente “destrozados”, o bien “prohibidos”, —pero poco antes son exhibidas “dos personas de ambos sexos”, “dos autómatas famosos en todo el mundo han llegado”, y un hombre, que a propósito de sí mismo proclama que él es “acaso el tercero y más notable de ambos”, nos insta, “en tono estridente”, a admirar lo que tenemos ante los ojos: “¡Nada más que arte y mecanismo, nada más que cubierta de cartón y relojería!”
          El arte aparece aquí con mayor cortejo que hasta ahora, pero, y salta a la vista, está entre sus similares, es el mismo arte: el arte que ya conocemos. —Valerio, ése es sólo otro nombre para el pregonero.

3     El arte, señoras y señores, es también, con todo lo que le pertenece y lo que habrá de añadírsele, un problema, y uno, como se ve, susceptible de transformación, de vida tenaz y prolongada, es decir, eterna.
          Un problema que permite a un mortal, Camille, y a uno que sólo puede ser comprendido a partir de su muerte, Dantón, hilvanar palabras y palabras unas tras otras. Del arte se puede hablar con fácil abundancia.
4     Pero, cuando se habla del arte, nunca falta alguien que está presente y... en verdad no escucha.
          De manera más exacta: alguien que escucha y aguza el oído y observa... y luego no sabe de qué se hablaba. Pero que escucha al que habla, que lo “ve hablar”, que ha percibido habla y figura, y también, a la vez —¿quién podría, aquí, en el dominio de este poema, ponerlo en duda?—, y también, a la vez, aliento, es decir, dirección y destino.
          Esa es, ustedes lo saben desde hace rato, pues ella, que tantas veces es citada y no por azar, viene a ustedes con cada nuevo año —ésa es Lucile.
5     Lo que ha intervenido durante la conversación se abre paso sin miramientos, llega con nosotros a la Plaza de la Revolución, “arriban las carretas y se detienen”.
          Los pasajeros están allí, en número total, Dantón, Camille, los otros. Todos ellos, aquí también, tienen palabras, palabras ricas en arte, que profieren persuasivamente, Büchner sólo necesita aquí citar de vez en vez, se habla del ir-juntos-a-la-muerte, Fabre hasta quisiera morir “doblemente”, cada uno está a la altura, —sólo un par de voces, “algunas” —anónimas— “voces”, encuentran que todo esto “ya sucedió una vez y es aburrido”.
          Y aquí, donde todo toca a su fin, en los largos instantes en que Camille —no, él no, no él mismo, sino uno que ha llegado en la carreta—, en que este Camille muere teatralmente —casi querría uno decir: yámbicamente— una muerte que sólo dos escenas después, por una palabra ajena a él —y que le es tan próxima—, podemos sentir como la suya, cuando alrededor de Camille el pathos y la sentenciosidad afirman el triunfo del “muñeco” y los “hilos”, allí está Lucile, la ciega para el arte, la misma Lucile, para quien el lenguaje tiene algo personal y perceptible, una vez más, con su repentino “¡Viva el Rey!”
          Después de todas las palabras habladas en la tribuna (es el cadalso) —¡qué palabra!
          Es la contra-palabra, es la palabra que rompe el “hilo”, la palabra que ya no se inclina ante los “mirones y los caballitos de gala de la historia”, es un acto de libertad. Es un paso.
6     Por cierto, se lo escucha —y puede que esto no sea ninguna casualidad, en vista de lo que ahora, hoy, por tanto, oso decir sobre ello—, se lo escucha, de buenas a primeras, como una convicta adhesión al “ancien régime”.
          Pero aquí no se honra —permítanle ustedes destacar esto expresamente a uno que creció también con los escritos de Piotr Kropotkin y Gustav Landauer—, aquí no se rinde homenaje a ninguna monarquía y a ningún ayer que merezca ser conservado.
       Se rinde homenaje aquí a la majestad de lo absurdo que da testimonio de la presencia de lo humano.

7     Esto, señoras y señores, no tiene ningún nombre fijo de una vez por todas, pero creo que es... la poesía.
8     “—¡ah, el arte!” Me quedé suspendido, ya lo ven ustedes, de esta frase de Camille.
          Se puede, estoy enteramente consciente de ello, leer esta frase de una manera u otra, se le puede poner diversos acentos: el agudo de hoy, el grave de lo histórico —también de lo histórico-literario—, el circunflejo —signo extensivo— de lo eterno.
          Pongo —no me queda otra elección—, pongo el agudo.
9     El arte —”ah, el arte”: éste posee, junto a su capacidad de transformación, también el don de la ubicuidad—: también se lo puede volver a encontrar en el “Lenz”, también aquí —me permito enfatizarlo—, tal como en la “Muerte de Dantón”, a manera de episodio.
10   “En la sobremesa Lenz estaba otra vez de buen humor: se habló de literatura, se hallaba en su dominio...”           “...El sentimiento de que todo lo creado posee vida está por encima de esas dos cosas, y es el único criterio en asuntos de arte...”
11   Aquí he solamente entresacado dos frases, mi mala conciencia con respecto al acento grave me prohibe no llamar la atención de ustedes sobre esto enseguida, —este pasaje tiene, más que todos los otros, relevancia histórico-literaria, se lo debe saber leer en conjunto con la ya citada conversación en la “Muerte de Dantón”, aquí la concepción estética de Büchner encuentra su expresión, desde aquí se llega, abandonando el fragmento sobre Lenz de Büchner, a Reinhold Lenz, el autor de las “Observaciones sobre el teatro”, y más allá de éste, es decir, del Lenz histórico, aun más lejos, atrás, al literariamente tan pródigo "Elargissez l'Art” de Mercier, este pasaje abre perspectivas, aquí está el naturalismo, aquí está anticipado Gerhart Hauptmann, aquí también han de buscarse y hallarse las raíces sociales y políticas de la poesía de Büchner.
12   Señoras y señores, el que yo no deje sin mención aquello, tranquiliza, en verdad, aunque sólo pasajeramente, mi conciencia, pero también les muestra a ustedes, y con esto intranquiliza mi conciencia de nuevo, —les muestra a ustedes que no llego a desembarazarme de algo que parece estar estrechamente relacionado con el arte.
          Lo busco también aquí, en el “Lenz”, —me permito llamarles la atención al respecto.
          Lenz, o sea, Büchner, tiene, “ah, el arte”, palabras muy despreciativas para el “idealismo” y sus “muñecos de madera”. Les contrapone, y aquí siguen las inolvidables líneas sobre la “vida de lo ínfimo”, las “palpitaciones”, las “insinuaciones”, la “mímica sutilísima, apenas perceptible”, —les contrapone lo natural y creatúrico. Y esta concepción del arte la ilustra él de la mano de una experiencia:

13   “Cuando ayer ascendí, bordeando el valle, vi sentadas sobre una piedra a dos muchachas: una se enlazaba el cabello, la otra la ayudaba; y caía la dorada cabellera, y un rostro grave y pálido, y sin embargo tan joven, y el vestido negro, y la otra afanada tan meticulosamente. Los cuadros más bellos, más íntimos de la vieja escuela alemana apenas pueden dar un atisbo de todo eso. Uno quisiera ser a veces una cabeza de Medusa, para poder convertir en piedra a un grupo así, y llamar a las gentes.”

14   Señoras y señores, atiendan ustedes, por favor: “Uno quisiera ser una cabeza de Medusa”, para... ¡aferrar lo natural como lo natural por medio del arte!
          Uno quisiera no significa aquí, por cierto: yo quisiera.
15   Este es un salirse de lo humano, un aventurarse fuera en un dominio vuelto hacia lo humano, y extrañador —el mismo en que la figura simiesca, los autómatas y, por lo tanto, ...ay, también el arte, parecen estar en casa.
          No habla así el Lenz histórico, así habla el Lenz de Büchner, aquí hemos escuchado la voz de Büchner: el arte preserva para él, también aquí, algo extrañador.
16   Señoras y señores, he puesto el acento agudo; lo mismo que a mí no quiero ocultarles a ustedes que he tenido, con esta pregunta por el arte y por la poesía —una pregunta entre otras preguntas—, que con esta pregunta he tenido que ir a Büchner por propia iniciativa, aunque no a pleno arbitrio, para buscar la suya.
          Pero ya ven ustedes: el “tono estridente” de Valerio, cada vez que hace su aparición el arte, no se ha de pasar por alto.
          Estas son, y ciertamente la voz de Büchner me impulsa a esta conjetura, antiguas y antiquísimas extrañezas. Que hoy me detenga en esto con semejante obstinación está quizás en el aire —en el aire que tenemos que respirar.
17   ¿No hay acaso —así tengo que preguntar ahora—, no hay en Georg Büchner, en el poeta de la creatura, un cuestionamiento, quizá sólo a medias audible, a medias consciente, pero no por ello menos radical o, por eso mismo, precisamente, radical en el sentido más propio, un cuestionamiento del arte, desde esta dirección? ¿Un cuestionamiento al cual tiene que volver toda poesía de hoy, si quiere seguir preguntando? En otras palabras, las cuales se saltan algunas cosas: ¿hemos de partir, como acontece hoy en muchas partes, del arte como de algo dado y que tiene que presuponerse incondicionadamente, debemos, para expresarlo con toda concreción, pensar —digamos— hasta las últimas consecuencias a Mallarmé, ante todo?
18   Me he anticipado, me he adelantado —no lo suficiente, lo sé—, vuelvo al “Lenz” de Büchner, al —episódico— diálogo, pues, que se mantuvo “de sobremesa” y en el cual Lenz “estuvo de buen humor”.
          Lenz ha hablado largamente, “ya sonriente, ya serio”. Y ahora, después que el diálogo ha terminado, se dice de él, y, por tanto, de aquél que se ocupa de las cuestiones del arte, pero al mismo tiempo, también, del artista Lenz: “Se había olvidado completamente de sí mismo.”
          Pienso en Lucile, al leer esto: leo: él, él mismo.
          Quien tiene el arte en la mira y en la mente, ése —estoy aquí en la narración sobre Lenz—, ése está olvidado de sí. El arte procura lejanía del yo. El arte exige aquí, en una determinada dirección, una determinada distancia, un determinado camino.
19   ¿Y la poesía? ¿La poesía, que tiene que andar, con todo, el camino del arte? ¡Entonces aquí estaría dado efectivamente el camino hacia la cabeza de Medusa y hacia el autómata!
20   No busco ahora una salida, sólo sigo preguntando, en la misma dirección, y, así lo creo, también en la dirección dada por el fragmento sobre Lenz.
          ¿Quizás —sólo pregunto—, quizás camina la poesía, como el arte, con un yo olvidado de sí, hacia eso extrañador y ajeno, y se pone —pero ¿dónde?, pero ¿en qué lugar?, pero ¿con qué?, pero ¿cómo qué?— otra vez en libertad?
          Entonces sería el arte el camino que la poesía tendría que recorrer —ni menos, ni más.
          Lo sé, hay otros caminos, más cortos. Pero también la poesía se nos adelanta a veces. La poésie, elle aussi, brûle nos étapes.
21   Dejo al olvidado de sí, al que se ocupa del arte, al artista. En Lucile creí encontrarme con la poesía, y Lucile percibe el habla como figura y dirección y aliento—: busco, también aquí, en este poema de Büchner, lo mismo, busco a Lenz mismo, lo busco —como persona, busco su figura: por mor del lugar de la poesía, por mor de la liberación, por mor del paso.
22   El Lenz de Büchner, señoras y señores, quedó como fragmento. ¿Debemos indagar al Lenz histórico para enterarnos de la dirección tuvo esta existencia?
          “Su existencia era para él una carga necesaria. —Así iba viviendo...” Aquí se interrumpe la narración.
          Pero la poesía intenta, como Lucile, ver la figura en su dirección, la poesía se adelanta. Sabemoshacia dónde va viviendo, cómo va viviendo hacia allá.
          “La muerte”, se lee en una obra aparecida en 1909 sobre Jakob Michael Reinhold Lenz —viene de la pluma de un docente moscovita, de nombre M. N. Rosanov—, “la muerte como redentora no se hizo esperar largamente. En la noche del 23 al 24 de mayo de 1792 fue encontrado Lenz, exánime, en una de las calles de Moscú. Fue sepultado a costa de un noble. Su última morada permaneció desconocida.”
          Así había ido viviendo hacia allá.
              Él: el verdadero, el Lenz de Büchner, la figura büchneriana, la persona, que pudimos percibir en la primera página de la narración, el que “anduvo el 20 de enero por la montaña”, él —no el artista ni el que se ocupaba con cuestiones del arte, él como un yo.

23   ¿Encontramos tal vez ahora el lugar en que estaba lo ajeno, el lugar en que la persona pudo liberarse, como un yo —enajenado—? ¿Encontramos un lugar semejante, un semejante paso?
          “...sólo se le hacía incómodo a veces no poder andar de cabeza.” Este es él, Lenz. Este es, creo yo, él y su paso, él y su “Viva el rey”.

24   “...sólo se le hacía incómodo a veces no poder andar de cabeza.”
          Quien anda de cabeza, señoras y señores, —quien anda de cabeza tiene al cielo como abismo bajo sí.

25   Señoras y señores, hoy es cosa de todos los días reprocharle a la poesía su “oscuridad”. —Permítanme ustedes, en este sitio y sin rodeos —¿pero es que no hay algo aquí que se ha abierto abruptamente?—, permítanme ustedes citar aquí una sentencia de Pascal, una sentencia que he leído hace algún tiempo en León Chestov: “Ne nous reprochez pas le manque de clarté puisque nous en faisons profession” —Esto es, creo yo, si no la oscuridad congénita, en todo caso la que le sobreviene a la poesía, por mor de un encuentro, desde una lejanía o ajenidad —acaso proyectada por ella misma—.

26   Pero tal vez hay, y en una misma y única dirección, dos clases de ajenidad —una al lado de la otra, estrechamente.

27   Lenz —es decir, Büchner— anduvo aquí un paso más que Lucile. Su “Viva el Rey” ya no es una palabra, es un enmudecimiento terrible, le corta a él —y también a nosotros— el aliento y la palabra.
          Poesía: eso puede significar un cambio de aliento. ¿Quién sabe, quizá la poesía recorre el camino —también el camino del arte— por mor de un cambio de aliento semejante? ¿Quizá logre ella, puesto que lo ajeno, es decir, el abismo y la cabeza de Medusa, el abismo y los autómatas, parecen estar, sí, en una dirección, —quizá logre ella aquí discernir entre ajeno y ajeno, tal vez aquí precisamente se atrofie la cabeza de Medusa, tal vez aquí precisamente fracasen los autómatas —por este único breve instante? ¿Tal vez aquí, con el yo —con el yo enajenado, liberado aquí y de esta manera—, tal vez aquí se libere también un Otro?
          ¿Quizás el poema a partir de allí es él mismo... y puede, entonces, de este modo carente de arte, libre de arte, andar sus otros caminos, y, entonces, también los caminos del arte —andarlos una y otra vez?
          Quizás.

28   ¿Quizás sea lícito decir que en cada poema queda inscrito su “20 de enero”? ¿Quizás lo nuevo en los poemas que hoy se escriben sea precisamente esto: que aquí se intenta, de la manera más clara, permanecer en el pensativo recuerdo de tales datas?
          ¿Pero no trazamos todos la escritura de nuestros destinos a partir de tales datas? ¿Y hacia qué datas seguimos escribiéndonos?

29   ¡Pero si el poema habla! Permanece en el recuerdo pensativo de sus datas, pero —habla. Ciertamente, siempre habla únicamente por propia cuenta de la cosa que le es propia, personalísima.
          Pero pienso —y este pensamiento apenas puede sorprender a ustedes ahora—, pienso que desde siempre pertenece a las esperanzas del poema hablar precisamente de este modo también por cuenta de la cosa ajena —no, esta palabra no puedo emplearla más—, hablar precisamente de este modo por la cosa de un Otro —quién sabe, quizás por la cosa de un totalmente Otro.
          Este “quién sabe”, al que me veo arribar ahora, es lo único que por mi cuenta puedo añadir, también hoy y aquí, a las antiguas esperanzas.
          Quizás, así tengo que decirme ahora, —quizás hasta es pensable un mutuo encuentro de este “totalmente Otro” —me valgo aquí del socorro de un consabido giro— con un “otro” no demasiado lejano, un “otro” muy cercano —pensable siempre y nuevamente.
          El poema se demora o porfía en espera —una palabra que ha de ser referida a la criatura— en tales pensamientos.
          Nadie puede decir cuán largamente la pausa de aliento —el esperar y el pensamiento— perdurará todavía. Lo “célere”, que desde siempre estuvo “afuera”, ha ganado en aceleración; el poema lo sabe, pero se dirige impertérritamente a ese “Otro”, que él piensa como algo alcanzable, algo que ha de ser puesto en libertad, vacante acaso, y, a la vez, vuelto —digamos: como Lucile— hacia él, hacia el poema.

30   Ciertamente, el poema —el poema hoy— muestra, y esto tiene que ver, creo yo, pero sólo indirectamente, con las dificultades —que no han de ser menospreciadas— de la elección de las palabras, con la caída más rápida de la sintaxis o con el sentido más despierto para la elipsis, —el poema muestra, esto es inconfundible, una fuerte proclividad al enmudecimiento.
          Se afirma —permítanme ustedes, después de tantas formulaciones extremas, también ésta, ahora—, el poema se afirma en el borde de sí mismo, se llama y se trae de vuelta, para poder persistir, incesantemente, desde su Ya-no-más a su Siempre-todavía.

31   Pero este Siempre-todavía del poema sólo puede ser un hablar. No, por tanto, lenguaje a secas, y tampoco, es presumible, “correspondencia” basada en la palabra.
          Sino habla actualizada, puesta en libertad bajo el signo de una individuación ciertamente radical, pero que permanece advertida, al mismo tiempo, de los límites que le están trazados por el lenguaje, de las posibilidades que le están abiertas por el lenguaje.
          Pero este Siempre-todavía del poema sólo puede encontrarse en el poema del que no olvida que habla bajo el ángulo de inclinación de su existir, el ángulo de inclinación de su creaturidad.
          Entonces el poema sería —todavía más nítidamente que hasta ahora— lenguaje, vuelto figura, de un individuo solo —y, en su ser más íntimo, presente y presencia.

32   El poema es solitario. Es solitario y está en camino. Quien lo escribe, le permanece entregado.
          Pero ¿no está el poema, por eso mismo, y así, pues, ya aquí, en el encuentro —en el misterio del encuentro?

33   El poema quiere ir hacia un Otro, necesita a ese Otro, necesita un enfrente. Lo busca, se profiere en pos de él.
          Cada cosa, cada ser humano es para el poema, que se endereza a lo Otro, una figura de ese Otro.
          La atención que el poema trata de dedicarle a todo lo que sale a su encuentro, su más agudo sentido para el detalle, para el contorno, la estructura, el color, pero también para las “palpitaciones” y las “insinuaciones”, todo eso no es, creo yo, ningún logro del ojo que compite (o concurre) con aparatos que día a día son más perfectos, es más bien una concentración que permanece memoriosa de todas nuestras datas.
          “La atención” —permítanme ustedes citar aquí, del ensayo sobre Kafka de Walter Benjamin, una frase de Malebranche—, “la atención es la oración natural del alma.”

34   El poema se convierte —¡bajo qué condiciones!— en poema de uno que percibe —que todavía sigue percibiendo—, vuelto hacia lo que aparece, que interroga e interpela a esto que aparece; se convierte en diálogo —a menudo es un diálogo desesperado.
          Sólo en el espacio de este diálogo se constituye lo interpelado, se reúne en torno al yo que lo interpela y lo nombra. Pero en este presente lo interpelado y que, a través del nombrar, ha llegado a ser, por decirlo así, tú, trae consigo su ser otro. Aún en el aquí y ahora del poema —el poema mismo siempre tiene, pues, únicamente este presente único, irrepetible, puntual—, aún en esta inmediatez y cercanía.
          Nosotros, cuando hablamos así con las cosas, insistimos siempre en la pregunta por su procedencia y su destino: una pregunta “que permanece abierta”, “que no llega a ningún término”, que señala hacia lo abierto y vacío y libre —estamos bien lejos, afuera.
          El poema busca, creo yo, también este lugar.

35   ¿El poema?
       ¿El poema con sus imágenes y tropos?

36   Señoras y señores, ¿de qué hablo, entonces, propiamente, cuando hablo, desde esta dirección, con estaspalabras, del poema —no, de el poema?
          ¡Hablo, pues, del poema que no hay!
          El poema absoluto —¡no, esto ciertamente no hay, no puede haberlo!
          Pero bien hay, con cada poema real, hay, con el poema menos pretencioso, esta pregunta irrecusable, esta pretensión inaudita.

37   ¿Y qué serían entonces las imágenes?
          Lo percibido y por percibir por única vez, siempre de nuevo por única vez y sólo ahora y sólo aquí. Y el poema sería, por lo tanto, el lugar en que todos los tropos y metáforas quieren ser conducidasad absurdum.

38   ¿Exploración de topos?
          ¡Desde luego! Pero a la luz de lo que ha de ser explorado: a la luz de la u-topía.
          ¿Y el hombre? ¿Y la criatura?
          En esta luz.
          ¡Qué preguntas! ¡Qué demandas!
          Es tiempo de revirar.

39   Señoras y señores, estoy al final —estoy de nuevo al comienzo.
          Elargissez l'Art! Esta pregunta viene a nosotros con su antigua, con su nueva, inquietante, extrañeza. Fui con ella a Büchner —he creído volver a encontrarla allí.
          Tenía también preparada una respuesta, una contrapalabra “luciliana”, quería oponer algo, estar allí con mi contradicción:
          ¿Ampliar el arte?
          No. Sino que anda con el arte a tu estrechez más propia. Y ponte en libertad.
          Yo he, también aquí, en presencia de ustedes, andado este camino. Fue un círculo.
          El arte, y, entonces, la cabeza de Medusa también, el mecanismo, los autómatas, lo extrañador y tan difícil de discernir, acaso, por último, no más que una ajenidad —el arte sigue viviendo.

40   Dos veces, con la frase de Lucile “Viva el Rey”, y cuando bajo Lenz se abrió el cielo como abismo, pareció estar allí el cambio de aliento. Quizá también, cuando traté de hacer rumbo hacia aquello lejano y ocupable, que finalmente sólo se hizo visible en la figura de Lucile. Y una vez habíamos arribado también, desde la atención dedicada a las cosas y a la creatura, en la cercanía de algo abierto y libre. Y por último en la cercanía de la utopía.

41   La poesía, señoras y señores —: ¡esta declaración de infinitud de aquello que es pura mortalidad y puro balde!

42   Señoras y señores, permítanme ustedes, puesto que de nuevo estoy en el comienzo, volver a preguntar una vez más, en toda brevedad y desde otra dirección, por lo mismo.
          Señoras y señores, hace algunos años escribí una pequeña cuarteta —ésta:
          “Voces desde el camino de la ortiga: / Ven sobre tus manos hacia nosotros. / Quien solitario está con la lámpara, / no tiene más que su mano para leer.”
          Y hace un año, en recuerdo de un fallido encuentro en Engadina, llevé al papel una pequeña historia, en la cual hice andar a un hombre “como Lenz” por la montaña.
          Había trazado la escritura de mi destino, lo mismo una vez que la otra, desde un “20 de enero”, desde mi “20 de enero”.
          Me encontré... conmigo mismo.

43   ¿Se anda, entonces, cuando se piensa en poemas, se anda con poemas por tales caminos? ¿Son estos caminos sólo caminos en círculo, rodeos de ti a ti? Pero son también, a la vez, entre tantos otros caminos, caminos por los cuales el lenguaje adquiere voz, son encuentros, caminos de una voz a un tú que percibe, caminos creaturales, proyectos de existencia acaso, un anticipado enviarse hacia sí mismo, en busca de sí mismo... Una suerte de regreso al hogar.

44   Señoras y señores, llego al final —llego, con el agudo que tenía que poner, al final de... “Leoncio y Lena”.

45   Y aquí, en las últimas dos palabras de este poema, tengo que andar prevenido.
          Tengo que cuidarme, como Karl Emil Franzos, el editor de aquella “Primera Edición Crítica Completa de las Obras y Manuscritos Póstumos de Georg Büchner”, que apareció hace ochenta y un años en Sauerländer, en Frankfurt am Main, —¡tengo que cuidarme de no leer, como mi coterráneo, aquí reencontrado, Karl Emil Franzos, el “commode”, que ahora se usa, como un “venidero”!
          Y no obstante: ¿no hay precisamente en “Leoncio y Lena” esas comillas que invisiblemente le sonríen a las palabras, que tal vez no quieren ser entendidas como patitas de ganso, sino, más bien, como orejitas de liebre, vale decir, pues, como algo no del todo impávido que escucha más allá de sí mismo y de las palabras?
          Desde aquí, desde el “commode”, por tanto, pero también a la luz de la utopía, emprendo —ahora— exploración de topos:
          Busco la región desde la cual vienen Reinhold Lenz y Karl Emil Franzos, que me salieron al encuentro de camino acá, y en Georg Büchner. Busco también, puesto que estoy de nuevo donde empecé, el lugar de mi propia procedencia.
          Busco todo eso, es cierto, con dedo muy impreciso, porque inquieto, sobre el mapa —sobre un mapa infantil, como inmediatamente debo confesar.
       Ninguno de estos lugares puede encontrarse, no los hay, pero yo sé donde tendría, sobre todo ahora, que haberlos, y... ¡encuentro algo!

46   Señoras y señores, encuentro algo que me consuela también un poco de haber andado en presencia de ustedes este imposible camino, este camino de lo imposible.
          Hallo lo que vincula y, como el poema, conduce al encuentro.
          Hallo algo —como el lenguaje— inmaterial, pero terreno, terrestre, algo en forma de círculo, que vuelve sobre sí a través de ambos polos, y —de modo más jovial— que, al hacerlo, cruza incluso los trópicos, los tropos—: hallo... un meridiano.


47   Con ustedes y Georg Büchner y el país de Hesse he creído volver a rozarlo ahora mismo.
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