miércoles, 6 de noviembre de 2013

SIETE CUENTOS. KJELL ASKILDSEN



30 de septiembre de 1929, Mandal, Noruega, maestro del relato breve.

Sólo puedo escribir cuando puedo escribir. Hay un largo tiempo de espera hasta que llegue el principio de una historia, aparece en mi cabeza una imagen que tengo que anotar. En ese momento no sé cómo se va a desarrollar el relato, pero lo hace en virtud de lo que ya he escrito. Si las últimas frases del día anterior no resultan satisfactorias, las borro y continúo desde donde me parece bien. No soy ningún crítico (literario), soy un hombre sin estudios, no poseo ninguna de las palabras necesarias para decir por qué algo es bueno. Pero la literatura es el único punto en mi vida en el cual tengo la sensación de estar seguro de mí mismo. Ésa en sí es una buena razón para escribir. Hay algo muy satisfactorio en producir algo que sabes, mientras lo haces, que va a ser bueno, y que, cuando lo has acabado, sabes que es bueno. Entonces no se puede negar que la vida se vuelve un poquito más pobre cuando uno ya no consigue esto.


EL PUNTO DE APOYO

Hace unos meses vino a verme mi casero. Llamó tres veces a la puerta antes de que me diera tiempo a abrir, y eso que fui lo más rápidamente que pude. No podía saber que era él. Por aquí viene muy poca gente, casi todos miembros de sectas religiosas que me preguntan si estoy en paz con Dios. Me produce cierto placer, pero nunca los dejo pasar de la puerta, pues la gente que cree en la vida eterna no es racional, no se sabe lo que puede llegar a hacer. Pero esta vez era, como ya he dicho, el casero. Le había escrito hacía casi un año para informarle que la barandilla de la escalera estaba rota, y pensé que venía por eso, así que lo dejé entrar. Miró a su alrededor. «Vive usted bien aquí», dijo. Era una afirmación bastante tendenciosa, que me hizo ponerme a la defensiva. «La barandilla de la escalera está rota», dije. «Sí, ya lo he visto. ¿La rompió usted?». «No, ¿por qué yo?». «Supongo que es el único que la usa, porque, aparte de usted, sólo vive gente joven en este portal, y no creo que se haya roto sola, ¿no?». Era obviamente una persona intratable y no quise entrar en ninguna discusión con él sobre cómo y por qué se estropean las cosas, de modo que dije escuetamente: «Como usted diga, pero yo necesito esa barandilla, estoy en mi derecho». No contestó nada a eso, a cambio, dijo que subiría el alquiler un veinte por ciento a partir del mes siguiente. « ¿Otra vez? —dije—, y un veinte por ciento nada menos». «Debería ser más —contestó—, esta finca no produce más que pérdidas, pierdo dinero con ella». Hace mucho que dejé de discutir de economía con personas que dicen perder dinero con algo de lo que podrían haberse desprendido hace treinta años, de modo que no dije nada. Pero no le faltó ningún argumento para seguir con el tema, es de ese tipo de personas que funcionan solas. Se puso a disertar sobre todas las demás fincas que también daban pérdidas, resultaba lamentable escucharlo, debía de ser un capitalista muy pobre. Pero no dije nada, y por fin cesaron las lamentaciones, ya iba siendo hora. En cambio me preguntó, sin ninguna razón aparente, si creía en Dios. Estuve a punto de preguntarle a qué dios se refería, pero me limité a negarlo con la cabeza. «Pues tiene que hacerlo», dijo, así que después de todo había dejado colarse a uno de ellos en mi casa. En realidad no me sorprendió, pues es bastante corriente que la gente con muchas propiedades crea en Dios. Ahora bien, no quise darle pie para que pasara a otro tema, pues había tomado la firme determinación de no dejar pasar a los evangelistas de la puerta, de modo que no lo dejé seguir. «Así que sube el alquiler un veinte por ciento —dije—, presumo que ese es el motivo de su visita». Al parecer, mi resistencia lo pilló de sorpresa, pues abrió y cerró la boca un par de veces sin que saliera de ella sonido alguno, algo, me imagino, poco corriente en él. «Y espero que se ocupe de arreglar la barandilla», proseguí. Se puso rojo. «La barandilla, la barandilla —dijo impaciente—, vaya lata que está dando con la barandilla». Me pareció muy mal que dijera eso y me irrité. «Pero no entiende usted , dije, que en algunas ocasiones esa barandilla es mi punto de apoyo en la vida??». Me arrepentí por haberlo dicho, pues las formulaciones precisas deben reservarse para personas reflexivas, si no, pueden surgir complicaciones. Y surgieron complicaciones. No tengo fuerzas para repetir lo que me dijo, pero en su mayor parte trataba del más allá. Al final añadió algo sobre estar con un pie en la tumba, se estaba refiriendo a mí, y entonces me enfadé. «Deje ya de molestarme con su economía», le dije, porque en realidad era de lo que se trataba. Como no se disponía a marcharse, me permití dar un golpe en el suelo con el bastón. Entonces se marchó. Fue un alivio, me sentí contento y libre durante unos cuantos minutos, y recuerdo que me dije a mí mismo, para mis adentros, claro: «No te rindas, Thomas, no te rindas»

EN EL CAFÉ

Una de las últimas veces que estuve en un café fue un domingo  de verano, lo recuerdo bien, porque  casi todo  el mundo iba en mangas de camisa y sin corbata, y pensé: tal vez no sea domingo, como yo creía, y el hecho de que pensara exactamente eso hace que me acuerde. Me senté a una mesa en medio del local, a mi alrededor había mucha gen­te tomando canapés y bollos, pero casi todas las mesas estaban ocupadas por una sola persona. Daba una gran impresión de soledad, y como llevaba mucho tiempo sin hablar con nadie, no me habría importado intercambiar unas cuan­ tas palabras  con alguien. Estuve meditando un buen rato sobre cómo hacerlo, pero cuanto más estudiaba las caras a mi alrededor, más difícil me parecía, era como si nadie tuviera mirada, desde luego el mundo se ha vuelto muy deprimente. Pero ya había tenido la idea de que sería agradable que alguien me dirigiera un par de palabras, de modo que seguí pensando, pues es lo único que sirve. Al cabo de un rato supe lo que haría. Dejé caer mi cartera al suelo fingiendo que no me daba cuenta. Quedó tirada junto a mi silla, completamente visible a la gente que estaba sentada cerca, y vi que muchos la miraban de reojo. Yo había pensado que tal vez una o dos personas se levantarían a recogerla y me la darían, pues soy un anciano, o al menos me gritarían, por ejemplo: «Se le ha caído la cartera». Si uno dejara de albergar esperanzas,  se ahorraría  un  montón  de decepciones. Estuve unos cuantos minutos mirando de reojo y esperando, y al final hice como si de repente me hubiera dado cuenta de que se me había caído. No me atreví a esperar más, pues me entró miedo de que alguno de aquellos mirones se abalanzara de pronto sobre la cartera y desapareciera con ella. Nadie podía estar completamente seguro de que no contuviera un montón de dinero, pues a veces los viejos no son pobres, incluso puede que sean ricos, así es el mundo, el que roba en la juventud o en los mejores años de su vida tendrá su recompensa en su vejez.
Así se ha vuelto la gente en los cafés, eso sí que lo aprendí, se aprende mientras se vive, aunque no sé de qué sirve, así, justo antes de morir.


EN LA PELUQUERÍA

Hace muchos años que dejé de ir al peluquero; el más cercano se encuentra a cinco manzanas de aquí, lo que me resultaba bastante lejos incluso antes de romperse la barandilla de la escalera. El poco pelo que me crece puedo cortármelo yo mismo, y eso hago, quiero poder mirarme en el espejo sin deprimirme demasiado, también me corto siempre los pelos largos de la nariz.
Pero en una ocasión, hace menos de un año, y por razones en las que no quiero entrar aquí, me sentía aún más solo que de costumbre, y se me ocurrió la idea de ir a cortarme el pelo, aunque no lo tenía nada largo. La verdad es que intenté convencerme de no ir, está demasiado lejos, me dije, tus piernas ya no valen para eso, te va a costar al menos tres cuartos de hora ir, y otro tanto volver. Pero de nada sirvió. ¿Y qué?, me contesté, tengo tiempo de sobra, es lo único que me sobra.
De modo que me vestí y salí a la calle. No había exagerado, tardé mucho; jamás he oído hablar de nadie que ande tan despacio como yo, es una lata, habría preferido ser sordomudo. Porque ¿qué hay que merezca ser escuchado?, y ¿por qué hablar?, ¿quién escucha? y ¿hay algo más que decir? Sí, hay más que decir, pero ¿quién escucha?
Por fin llegué. Abrí la puerta y entré. Ay, el mundo cambia. En la peluquería todo está cambiado. Sólo el peluquero era el mismo. Lo saludé, pero no me reconoció. Me llevé una decepción, aunque, por supuesto, hice como si nada. No había ningún sitio libre. A tres personas las estaban afeitando o cortando el pelo, otras cuatro esperaban, y no quedaba ningún asiento libre. Estaba muy cansado, pero nadie se levantó, los que estaban esperando eran demasiado jóvenes, no sabían lo que es la vejez. De manera que me volví hacia la ventana y me puse a mirar la calle, haciendo como si fuera eso lo que quería, porque nadie debía sentir lástima por mí. Acepto la cortesía, pero la compasión pueden guardársela para los animales. A menudo, demasiado a menudo, bien es verdad que ya hace tiempo, aunque el mundo no se ha vuelto más humano, ¿no?, solía fijarme en que algunos jóvenes pasaban indiferentes por encima de personas desplomadas en la acera, mientras que cuando veían a un gato o un perro herido, sus corazones desbordaban compasión. “Pobre perrito”, decían o “Gatito, pobrecito, ¿está herido?” ¡Ay, sí, hay muchos amantes de los animales!
Por suerte, no tuve que estar de pie más de cinco minutos, y fue un alivio poder sentarme. Pero nadie hablaba. Antes, en otros tiempos, el mundo, tanto el lejano como el cercano, se llevaba hasta el interior de la peluquería. Ahora reinaba el silencio, me había dado el paseo en vano, no había ya ningún mundo del que se deseara hablar. Así que al cabo de un rato me levanté y me marché. No tenía ningún sentido seguir allí. Mi pelo estaba lo suficientemente corto. Y así me ahorré unas coronas, seguro que me habría costado bastante. Y eché a andar los muchos miles de pasitos hasta casa. Ay, el mundo cambia, pensé. Y se extiende el silencio. Es hora ya de morirse.



AJEDREZ

El mundo ya no es lo que era. Ahora, por ejemplo, se vive más tiempo. Yo tengo ochenta y muchos, y es poco. Estoy demasiado sano, aunque no tenga razones para estar tan sano. Pero la vida no quiere desprenderse de mí. El que no tiene nada por que vivir tampoco tiene nada por que morir.
Tal vez sea ese el motivo.
Un día hace mucho, antes de que mis piernas empezaran a flaquear seriamente, fui a visitar a mi hermano. No lo había visto desde hacía más de tres años, pero seguía viviendo donde fui a visitarlo la última vez. “Sigues vivo”, dijo, aunque él era mayor que yo. Me había llevado un bocadillo y él me ofreció un vaso de agua. “La vida es dura –dijo–, no hay quien la aguante”. Yo estaba comiendo y no contesté. No había ido allí a discutir. Acabé el bocadillo y me bebí el agua. Mi hermano miraba fijamente hacia algún punto situado por encima de mi cabeza. Si me hubiera levantado y él no hubiese desviado la mirada antes, se habría quedado mirándome directamente, pero sin duda la habría desviado. Mi hermano no se encontraba a gusto conmigo. O dicho de otro modo, no se encontraba a gusto consigo mismo cuando estaba conmigo. Creo que tenía mala conciencia o, al menos, no buena. Escribió una veintena de novelas muy largas, y yo solo unas cuentas, y además breves. Está considerado como un escritor bastante bueno, aunque un poco guarro. Escribe mucho sobre el amor, sobre todo el amor físico, no pregunto dónde lo habrá aprendido.
Mi hermano seguía con la mirada clavada en algún punto situado por encima de mi cabeza, supongo que se sentía en su derecho por las veinte novelas que tenía en el fofo trasero. Me estaban entrando ganas de largarme sin decirle el motivo de mi visita, pero pensé que después de la caminata que me había dado sería de tontos, así que le pregunté si le apetecía jugar una partida de ajedrez. “Eso lleva mucho tiempo –dijo–, y yo ya no tengo mucho tiempo que perder. Podrías haber venido antes”. Debí levantarme y largarme en ese momento, se lo habría merecido, pero soy demasiado cortés y considerado, esa es mi gran debilidad, o una de ellas. “No lleva más de una hora”, dije. “La partida sí –contestó–, pero a eso habría que añadir la excitación posterior o el cabreo si la perdiera. Mi corazón, sabes, ya no es lo que era. Y el tuyo tampoco, supongo”. No contesté, no tenía ganas de discutir con él sobre mi corazón, así que dije: “de modo que tienes miedo a morir. Vaya, vaya”. “Tonterías. Lo que pasa es que mi obra aún no está concluida”. Así de pretencioso estuvo, me entraron ganas de vomitar. Yo había dejado el bastón en el suelo, y me agaché a recogerlo, quería que dejara de presumir. “Cuando morimos, al menos dejamos de contradecirnos”, dije, aunque no esperaba que entendiera el sentido de mis palabras. Pero él era demasiado soberbio para preguntar. “No ha sido mi intención herirte”, dijo. “¿Herirme?”, contesté levantando la voz. Era razonable que me irritara. “Me importa un bledo lo poco que he escrito y lo poco que no he escrito”. Me puse de pie y le solté un discurso: “Cada hora que pasa, el mundo se libra de miles de tontos. Piénsalo. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la cantidad de estupidez almacenada que desaparece en el transcurso de un día? Imagínate todos los cerebros que dejan de funcionar, pues es ahí donde se almacena la estupidez. Y sin embargo, todavía queda mucha estupidez, porque algunos la han perpetuado en libros, y así se mantiene viva. Mientras la gente siga leyendo novelas, ciertas novelas de las que tanto abundan, la estupidez seguirá existiendo. Y añadí, un poco vagamente, lo confieso: “Por eso he venido a jugar una partida de ajedrez”. Permaneció callado un buen rato, hasta que hice ademán de marcharme, entonces dijo: “Demasiadas palabras para tan poca cosa. Pero les sacaré partido, las pondré en boca de algún ignorante”.
Exactamente así era mi hermano. Por cierto, murió ese mismo día, y no es improbable que me llevara sus últimas palabras, pues me marché sin contestarle, y eso no debió de gustarle nada. Quería tener la última palabra y la tuvo, aunque supongo que habría querido decir algo más. Cuando recuerdo lo que se irritó, me viene a la memoria que los chinos tienen un símbolo en su grafía que representa la muerte por agotamiento en el acto sexual.
Al fin y al cabo éramos hermanos.

LA SEÑORA M

Una de las pocas personas que saben que aún existo es la señora M., de la tienda de la esquina. Dos veces por semana me trae lo que necesito para vivir, pero no es que se mate por el peso. La veo muy de tarde en tarde, porque tiene una llave del piso y deja la compra en la entrada, es mejor así, de ese modo nos protegemos mutuamente, y mantenemos una relación pacífica, casi diría amistosa.
Pero una vez que la oí abrir la puerta con su llave, me vi obligado a llamarla. Me había caído y me había dado un golpe en la rodilla, y era incapaz de llegar hasta el diván. Por suerte, era uno de los días en que le tocaba subirme la compra, así que sólo tuve que esperar cuatro horas. La llamé cuando llegó. Quiso ir a buscar un médico inmediatamente, su intención era buena, sólo es la familia más allegada la que llama al médico de mala fe, cuando quiere librarse de la gente mayor. Le expliqué lo necesario sobre hospitales y residencias de ancianos sin retorno, y la buena  mujer me puso una venda. Luego hizo tres sándwiches que me dejó en una mesa junto a la cama, además de una botella de agua. Al final, llegó con una vieja jarra que encontró en la cocina. “Por si la necesita”, dijo.
Y se marchó. Por la noche me comí un sándwich, y mientras me lo estaba comiendo vino a verme. Su visita fue tan inesperada que he de admitir que me vencieron los sentimientos, y dije: “Qué buena persona es usted”. “Bueno, bueno”, dijo escuetamente, y se puso a cambiarme la venda. “Esto le irá bien”, dijo, y añadió: “Así que no quiere saber nada de las residencias de ancianos; por cierto, supongo que sabe que ahora no se llaman residencias de ancianos, sino residencias de la tercera edad”. Nos reímos los dos de buena gana, el ambiente era casi alegre. Es un placer encontrarse con personas que tienen sentido del humor.
La pierna me estuvo doliendo durante casi una semana, y ella vino a verme todos los días. El último día dije: “Ahora estoy bien, gracias a usted”. “Bueno, no se ponga solemne –me interrumpió–, todo ha ido perfectamente”. En eso tuve que darle la razón, pero insistí en que, sin ella, mi vida podría haber tomado una desgracia sin rumbo. “Bah, se las hubiera arreglado de una u otra manera –contestó–, es usted muy terco. Mi padre se parecía a usted, así que sé muy bien de lo que  hablo”. Me pareció que estaba sacando conclusiones sobre una base demasiado endeble, pues no me conocía, pero no quise que pareciera una reprimenda, de modo que me limité a decir: “Me temo que piensa demasiado bien de mí”. “Oh, no –contestó–, debería usted haberlo conocido, era un hombre muy difícil y muy testarudo”. Lo decía completamente en serio, admito que me impresionó, me entraron ganas de reírme de alegría, pero me mantuve serio y dije: “Comprendo. ¿También su padre llegó a muy mayor?” “Ah sí, muy mayor: Hablaba siempre mal de la vida, pero nunca he conocido a nadie que se esforzara tanto por conservarla”. A eso podía sonreír sin problemas, resultó liberador, incluso me reí un poco, y ella también. “Supongo que usted también es así”, dijo, y me preguntó impulsiva si le dejaba leerme la mano. Le tendí una, no recuerdo cuál de las dos, pero quiso la otra. La miró atenta durante unos instantes, luego sonrió y dijo: “Justo lo que me figuraba, debería usted haber muerto hace mucho tiempo”.

MARÍA

Un otoño me encontré por sorpresa con mi hija María en la acera delante de la relojería; estaba más delgada, pero no me costó nada reconocerla. No recuerdo ya por qué estaba yo en la calle, pero tenía que tratarse de algo importante, porque fue después de que la barandilla de la escalera se hubiera roto, así que en realidad ya había dejado de salir a la calle. Pero fuera como fuera, me encontré con ella, y se me ocurrió pensar: Qué casualidad tan extraña que yo haya saldo justamente hoy. Pareció alegrarse de verme, porque dijo «padre» y me dio la mano. Ella era la que más me gustaba de mis hijos; cuando era pequeña decía a menudo que yo era el mejor padre del mundo. Y solía cantar para mí, por cierto bastante mal, pero no era culpa de ella, lo había heredado de su madre. «María —dije eres realmente tú, tienes buen aspecto». «Sí, bebo orina y soy vegetariana», contestó. Me eché a reír, hacía mucho que no me reía, imagínate, tenía una hija con sentido del humor, incluso con un humor un poco atrevido, quién lo diría. Fue un momento hermoso. Pero me equivoqué, qué fastidio que uno nunca consiga quitarse las ilusiones de encima.
Mi hija se quedó como embobada y con la mirada perdida. «Te estás burlando de mí —dijo—, pero si yo te contara…». «Me pareció haberte oído decir orina», contesté. «Orina, sí, y me he convertido en otra persona». No lo dudé ni un momento, era lógico, debe de resultar imposible seguir siendo la misma persona antes y después de haber empezado a beber orina. «Bueno, bueno», dije en tono conciliador, y con ganas de hablar de otra cosa, tal vez de algo agradable, nunca se sabe. Entonces me fijé en que llevaba una alianza y le comenté: «Veo que te has casado». Ella miró el anillo. «Ah, lo llevo sólo para mantener a raya a los pesados». Eso sí que tendría que ser una broma, calculé rápidamente que por lo menos tendría unos cincuenta y cinco años, y tampoco era tan guapa. Así que volví a reírme por segunda vez en mucho tiempo, y en medio de la acera. « ¿De qué te ríes?», preguntó. «Creo que me estoy haciendo mayor», contesté, cuando me di cuenta de que me había equivocado una vez más, «conque es así como se hace hoy en día». Ella no contestó, así que no sé, supongo y espero que mi hija no sea muy representativa de los nuevos tiempos. Pero ¿por qué he tenido hijos como ella, por qué?
Nos quedamos un instante callados, pensé que ya era hora de despedirse, un encuentro inesperado no debe durar demasiado, pero justo en ese momento mi hija me preguntó si me encontraba bien. No sé lo que quiso preguntar, pero contesté la verdad, que lo único que me molestaba eran las piernas. «Ya no me obedecen, mis pasos son cada vez más cortos, y pronto no podré moverme». No sé por qué le hablé tanto de mis piernas, y ciertamente resultó que no debería haberlo hecho. «Será la edad», dijo ella. «Desde luego que es la edad —contesté—, ¿qué otra cosa iba a ser?». «Pero supongo que ya no necesitas usarlas tanto, ¿no?». «Sí tú lo dices —contesté—, si tú lo dices». Al menos captó la ironía, diré eso en su favor, y se irritó, pero no consigo misma, porque dijo: «Todo lo que digo está mal». No supe qué contestar a eso, ¿qué podría haber contestado? Me limité a sacudir la cabeza inexpresivamente, ya hay demasiadas palabras en circulación por el mundo, y el que habla mucho no puede mantener lo dicho.
«Bueno, tengo que seguir mi camino —dijo mi hija tras una pausa breve, pero lo suficientemente larga—, tengo que ir al herbolario antes de que cierren. Ya nos veremos» Y me dio la mano. «Adiós, María» dije. Y se marchó. Esa era mi hija. Sé que todo tiene su lógica inherente, pero no siempre resulta fácil descubrirla.

THOMAS

Soy terriblemente viejo. Ya me resulta casi tan difícil escribir como andar. Voy despacio. No logro más que unas cuantas frases al día. Y hace poco me desmayé. Se estará acercando el final. Fue mientras estaba resolviendo un problema de ajedrez. De repente, me sentí extenuado. Tuve la sensación de que la vida misma se estaba extinguiendo. No dolía. Sólo era un poco incómodo. Y luego debí de perder el conocimiento, porque cuando lo recobré, tenía la cabeza sobre el tablero de ajedrez. Reyes y peones tirados. Es exactamente como desearía morirme. Será pedir demasiado, supongo, poder morirse sin dolores. Si cayera enfermo con muchos dolores y supiera que la enfermedad y los dolores iban a ser para siempre, me gustaría tener un amigo que pudiera facilitarme la entrada en la nada. Es cierto que leyes lo prohíben. Desgraciadamente, las leyes son conservadoras, de modo que los médicos alargan los dolores de un ser humano, incluso cuando saben que no hay esperanza. Eso se llama ética médica. Pero nadie se ríe. Las personas que tienen dolores no suelen reírse. El mundo no es misericordioso. Se dice que, durante las grandes depuraciones en la Unión Soviética, a los condenados a muerte se los mataba de un tiro en la nuca, camino del tiempo de espera en sus celdas. De repente, sin previo aviso. A mí eso me parece un atisbo de humanidad en medio de tanta miseria. Pero el mundo protestó: al menos habrían de tener derecho a morir cara al pelotón de ejecución. El humanismo religioso no es poco cínico, ay, o el humanismo en general.
Pero como dije, me desperté con la cara entre las fichas de ajedrez. Por lo demás, era casi como despertarse después de un sueño normal y corriente. Me sentía un poco aturdido. Sólo se me ocurrió volver a colocar las fichas, pero era incapaz de concentrarme. Estaba a punto de sentarme junto a la ventana cuando llamaron a la puerta. No abro, pensé. Será un evangelista para hacerme creer en la vida eterna. Últimamente han proliferado mucho. Parece que la superstición está viviendo un auge. Pero volvieron a llamar y empecé a dudar. Los evangelistas suelen llamar sólo una vez. De manera que grité «Un momento» y fui a abrir. Tardé. Era un chico. Vendía lotería de la banda de música del colegio local. Los premios constituían una burla no intencionada hacia los viejos: bicicleta, mochila, botas de fútbol y cosas así. Pero no quise mostrarme negativo y le compré un boleto. Y eso que no me gusta la música de banda. Pero el monedero estaba encima de la cómoda, y tuve que decirle al chico que entrara conmigo. De otro modo, hubiera tenido que esperar muchísimo. Iba justo detrás de mí. Seguro que jamás había andado tan despacio.
De camino hacia la habitación, acorté el tiempo preguntándole qué instrumento tocaba. «Bueno, no sé», contestó. Me pareció una respuesta extraña, pero supuse que era tímido. Yo podría ser su bisabuelo. Tal vez incluso lo fuera. Sé que tengo muchos bisnietos, pero no conozco a ninguno de ellos. « ¿Te duelen mucho las piernas?», preguntó el chico. «No, lo que pasa es que son muy viejas», contesté. «Ah, bueno», dijo, probablemente más tranquilo. Ya habíamos llegado a la cómoda, y le di el dinero. Entonces me invadió un ataque de sentimentalismo. Me pareció que el chico había empleado mucho tiempo para vender un solo boleto. De modo que le compré otro más. «No hace falta», dijo él. En ese instante sentí un mareo. La habitación empezó a dar vueltas. Tuve que agarrarme a la cómoda, y el monedero abierto se me cayó al suelo. «Una silla», dije. Cuando me la hubo dado, el chico se puso a recoger el dinero, que estaba disperso por el suelo. «Gracias, chico», dije. «De nada», contestó. Dejó el monedero encima de la cómoda, me miró muy serio y dijo: « ¿Nunca sales?».
En ese momento me di cuenta de que seguramente había salido por última vez. No quiero correr el riesgo de desmayarme en la acera. Eso significaría hospital o residencia de ancianos. «Ya no», contesté. «Ah», dijo él, de un modo que me hizo ponerme sentimental de nuevo. No soy ya más que un viejo bufón. « ¿Cómo te llamas?», pregunté, y la respuesta no hizo más que empeorar el asunto. «Thomas». Por supuesto, no quise decirle que yo me llamaba igual, pero me dejó con una sensación muy rara, casi solemne. Bueno, no era de extrañar, pues las campanas acababan de doblar por mí, por así decirlo. De manera que de repente se me ocurrió darle al chico algo para que se acordara de mí. Ya lo sé, ya lo sé, pero yo no era yo. Le dije que cogiera de la biblioteca el búho tallado. «Es para ti —dije—, es aún más viejo que yo». «Ah, no —dijo él—, ¿por qué?». «Por nada, chico, por nada. Gracias por tu ayuda. Cierra la puerta cuando salgas, por favor». «Muchas gracias». Luego se marchó. Parecía muy contento. Pero tal vez estaba disimulando.

Desde entonces he tenido más mareos. Pero he colocado las sillas en lugares estratégicos. La habitación parece muy desordenada así. Da la impresión de que no vive nadie. Pero yo aún vivo aquí. Vivo y espero.

Tomado de Cuentos reunidos. Edición de Fogwill

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